viernes, 25 de mayo de 2012

ANTONIO CARREIRA EN EL NÚMERO DE JIZO: ALGUNAS APORTACIONES DE GÓNGORA A LA LENGUA DE SU TIEMPO


Del número dos de la Revista Jizo de Humanidades, de entre los varios excelentes trabajos de crítica e investigación filológica y literaria, destaca sin lugar a dudas este intitulado: Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, del insigne filólogo e hispanista Antonio Carreira. Sus estudios sobre poetas y escritores españoles son de ineludible referencia, y las ediciones y trabajos sobre el genial poeta cordobés son ya eco que resonará para la posteridad de forma totalmente inevitable. La devoción a tan erudita y meritoria labor por parte de quien suscribe esta brevísima introducción a este trabajo proviene (no sólo del privilegio de gozar de su amistad y preclaro magisterio), sobre todo por haber sido en innumerables ocasiones muy sabiamente conducido en la comprensión y lectura del gran D. Luis de Góngora (así en Las obras completas de Góngora, en dos espléndidos tomos en la Biblioteca Castro, la extraordinaria edición de los Romances, en Quaderns Crema, o la imprescindible Antología editada en Crítica, y qué decir de sus Gongoremas, editados en Península, libros de los que aportamos las correspondientes portadas) –entre otros diversos y completísimos y avisados estudios de necesaria referencia, véase también su edición de la poesía completa de otro de los grandes de la poesía en nuestra lengua: Vicente Aleixandre-, por lo que me siento profundo y seguro deudor de tan privilegiada instrucción, sin contar los siempre acertados consejos en relación con mis propios y modestísimos aportes literarios (poéticos, sobre todo, que en ocasiones tuvo a bien supervisar y corregir en la edición de algún poemario mío) y filológicos y científicos, con los que aprendí a ser riguroso y atento a las más finas sutilezas de nuestra amada lengua, siguiendo la estela de aquellos otros que marcaron en mi humilde personalidad intelectual y creativa huella indeleble (Dámaso Alonso y José Manuel Blecua, primordialmente).
Así pues, junto a la publicación digital de la revista Jizo de Humanidades –adjuntamos al final de la entrada el enlace al lugar donde se ha reproducido este mismo texto-, sirva además esta entrada en el blog de la revista Jizo de Humanidades, como personal homenaje a la docta, ilustrada e imprescindible influencia de Antonio Carreira para el ámbito todo de la más excelsa producción filológica y crítica en los últimos años de lo más granado de la producción de nuestras gloriosas letras.




ALGUNAS APORTACIONES DE 
GÓNGORA A LA LENGUA DE SU TIEMPO




EL POETA MEXICANO DAVID Huerta, a quien la vena lírica le llega por vía genética, en su poema «Otro ejército» presenta a Garcilaso de la Vega en trance de escribir su «Oda a la Flor de Gnido». El texto, que en realidad es un metapoema, termina con estos versos:

                ...Vio
su propia muerte en el asalto y vio
el otro ejército, los poetas
que seguirán su huella, el brillo
de la prosodia castellana –y se distrajo
con su propia sonrisa,
mientras la tarde mediterránea
se disolvía con ardiente dulzura.1 

El poeta moderno ha sabido intuir lo esencial: el brillo de la prosodia castellana, transformada felizmente para siempre por obra del finísimo oído de Garcilaso. Decía Antonio Machado que hacía falta estar sordo para no distinguir los versos de Lope de los de Calderón. Lo mismo se podría decir de los de Garcilaso respecto a los de Boscán o Diego de Mendoza. Nada tiene de extraño que Góngora, medio siglo más tarde, sintiera tal devoción por el toledano, a quien recuerda en verso y prosa con frecuencia: una admiración similar a la que grandes compositores del siglo XIX sintieron por Mozart, como si todo hubiera empezado con aquella música elegante, de tono menor, hecha de recursos casi ocultos de tan sutiles.
Entre Garcilaso y Góngora hubo grandes poetas, que adoptaron esa estrofa precisamente estrenada por el primero en la Oda a la Flor de Gnido: fray Luis de León, san Juan de la Cruz han sabido captar y encerrar en ella la música de las esferas. Resulta curioso que Góngora nunca la haya tentado, como si sintiera por la lira un respeto religioso; ni siquiera su derivada, la lira de a seis. Góngora, desde el punto de vista métrico, casi parece un poeta conservador: romances letrillas, décimas, octavas, sonetos, canciones, silvas, pocos tercetos y algunas redondillas. Ni liras ni ovillejos ni sextinas ni tampoco esos versos blancos o de rima interna asimismo probados por Garcilaso. Es decir, nada cuyo artificio salte a la vista. La música de lo que pasa en Góngora va por dentro: solo salta al oído. Robert Jammes, máximo gongorista vivo, ha estudiado con pormenor la novedad de la silva en las Soledades: la más extensa que nunca se había visto y a la que se debe el cambio de sentido del término, que de designar algo familiar y variopinto pasó a significar la forma métrica más flexible, la más próxima a nuestro verso libre dentro de la ortología clásica, y que tendrá una espléndida floración, tardía e inesperada, a fines del XVII en el Primero Sueño de Sor Juana.
Esos juegos de rimas que pueden distar de dos hasta catorce versos, esas tiradas de heptasílabos o de endecasílabos que quiebran su regularidad para poner de relieve una imagen, que se pliegan y adaptan sin esfuerzo a los revuelos de las aves, por ejemplo, en el episodio de cetrería de la Segunda Soledad, o que de pronto se someten a disciplina estricta en el canto amebeo de los pescadores o en el métrico llanto del peregrino en el mismo poema, son, efectivamente, un prodigio de musicalidad. El oído castellano, habituado al porrazo de la rima previsible e isócrona, no digamos a la matraca acentual del dode-casílabo, primero se sintió desconcertado, ya con la suave música, imperceptible de tan callada, de Garcilaso. Pero al llegar a Góngora los recelos desaparecieron y hasta los más reacios acabaron por dejarse cautivar:

Pasos de un peregrino son, errante,
cuantos me dictó versos dulce musa,
en soledad confusa
perdidos unos, otros inspirados.


SI ESCUCHAMOS ESTOS VERSOS, donde sólo asoman dos rimas, leídos con el tempo debido y sobre un fondo de silencio, resultan sobrecogedores; lo que señala ese aparente sintagma del primero: un peregrino son. Constituyen, según es sabido, el tema de introducción a una sinfonía inacabada que, como la de Schubert, iba a constar de cuatro movimientos y solo alcanzó a tener dos: las Soledades.2  El símil no es caprichoso: una sinfonía –cualquier forma sonata– brota de la contraposición y el desarrollo de unos temas. Y de la calidad de los temas depende, en gran medida, la calidad de la obra misma. Lo que encontramos en esos cuatro versos, también metapoéticos, es un descoyuntamiento del lenguaje normal por obra del hipérbaton: entre peregrino errante se incrusta el verbo son. Entre cuantos y versos se interpone el sintagma me dictó, cuyo sujeto va pospuesto. Mientras que el cuarto (perdidos unos, otros inspirados), con su simetría bimembre y su quiasmo sintáctico, especular, adquiere la condición de cadencia, de acorde perfecto en el que el espíritu descansa, toma un respiro, antes de continuar.
Estamos hablando de sonidos; sólo una sinalefa en el primer verso: de un. Incluso un acento antirrítmico en el segundo: dictó versos. Pero el oído que capta la poesía no sólo percibe sonidos sino también sentidos, pese a las violencias sintácticas: esa ecuación pasos igual a versos se convierte en Leitmotiv, puesto que, en efecto, los pasos del peregrino suscitan los versos que los relatan, si no es que los versos suscitan los pasos, tal es la ligazón de la melodía y de la armonía dictadas por la musa: los versos son inspirados, y los pasos, perdidos. ¿Dónde? Precisamente en una confusa soledad, en el seno mismo del poema así titulado, con término trisémico: la soledad del despoblado, la del ámbito rural opuesto al urbano y también la nostalgia. Una nostalgia que, si comienza siendo lamento por un amor imposible, pronto se convertirá en añoranza de un mundo hermoso y feliz, insospechado en plena edad del hierro.3 

GÓNGORA USA LAS PALABRAS como un compositor las notas: con entera libertad, dentro del sistema de leyes que él mismo establece. Hay músicos que apenas modulan: Schubert, Mahler, por ejemplo, prefieren contraponer tonalidades ahorrando esos ritos de paso que llevan de una a otra. Actúan, pues, con una libertad censurable según los cánones, no según los resultados. Góngora insufla a la lengua literaria de su tiempo esa aura de libertad que, en el fondo, no es sino añoranza de la sintaxis latina, aunque sea a expensas de una mayor dificultad en el seguimiento, similar a la producida por la ausencia de modulación. Que era bien consciente de su propósito lo revela una carta de 1613 en la que defiende a las Soledades del reproche de ininteligibilidad:

...Siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua, a costa de mi trabajo, haya llegado a la perfección y alteza de la la-tina.

Ahí el poeta deja claro lo que algunos obstinados no querían entender.
Todos los poetas posteriores a Garcilaso, y algunos anteriores como Mena, hicieron frecuentes referencias al mundo clásico, pagano y cristiano, y con él a su lengua fundamental. Era lo esperable, dada la atmósfera renacentista. Mena incluso llegó a poner en circulación términos que eran puro latín, muchos de ellos ni siquiera necesarios, e intentó asimismo conectar los nuevos y los viejos a distancia por sus afinidades morfológicas: «a la moderna volviéndome rueda» (Lab., 92). Pero dejando aparte su contenido, lo primero que choca en este verso, situado entre dodecasílabos, es que cojea, porque le falta una sílaba. Los versos, como las frases musicales, no suenan nunca aislados, sino enlazados con los contiguos. Su musicalidad, en suma, es el resultado de una dialéctica. En Góngora no existe jamás el verso renqueante, cacofónico o mal acentuado, ni el hipérbaton arbitrario: la extrañeza producida por la dislocación sintáctica se compensa siempre con la eufonía. Dámaso Alonso, que ha estudiado los recursos de su lengua, ha mostrado que es siempre la sintaxis la que debe ceder, ponerse al servicio de la expresión:

Esa montaña que precipitante
ha tantos siglos que se viene abajo

inicia una célebre descripción de Toledo tomada de Las firmezas de Isabela, comedia de Góngora que, según Gracián, valió por mil. Es claro que el poeta ha necesitado forjar, o rescatar, la palabra precipitante, un crudo participio de presente latino, para darnos esa impresión de seísmo, a la vez inminente y congelado. El lector normal no lo siente como invención gratuita sino hecha a la medida: la palabra es insustituible, tanto, que no vuelve a asomar en toda la obra del poeta.

HEMOS REPASADO, AUNQUE por encima, dos elementos constitutivos del lenguaje gongorino: el hipérbaton (con su hermana menor, la anástrofe) y el neologismo, que se combinan para conferir libertad y musicalidad a la lengua algo rígida heredada por Góngora a fines del siglo XVI. Los neologismos puros o de acepción son, a fin de cuentas, como el hipérbaton, recursos viejísimos tomados del latín más rancio. Lo viejo olvidado puede resultar tan desconocido e innovador como lo nuevo por descubrir.
Pero Góngora no se limita a acariciar nuestro oído. Su portentosa imaginación lo lleva a aprovechar y potenciar cuantos recursos le ofrece la retórica para con ellos elaborar conceptos. Su lenguaje, con menos vocabulario que el de Quevedo, es normalmente mucho más eficaz, porque no se deja nunca arrastrar por el torrente o la ebriedad verbal,4  sino que se contiene hasta lograr el término justo en el momento preciso:

A pocos pasos lo admiró no menos
montecillo, las sienes laureado,
traviesos despidiendo moradores
de sus confusos senos,
conejuelos que, el viento consultado,
salieron retozando a pisar flores
(Sol. II, 275-280).

Dejando a un lado el acusativo griego del montecillo «las sienes laureado», ¿a quién se le iba a ocurrir que los conejos –mencionados por su nombre vulgar en diminutivo– pudieran consultar cosa alguna? Y sin embargo el insólito participio, que en su día llamó la atención de Dámaso Alonso, es una joya: nada puede dar mejor idea de ese mohín que hacen conejos y liebres al detenerse para olfatear algún peligro, como si efectivamente consultasen la opinión del viento antes de ir más lejos. Y cuando el anciano pescador explica al peregrino su forma de vida en esa isla con forma de tortuga situada en una ría, le señala así un rebaño de cabras:

Estas –dijo el isleño venerable–
y aquellas, que, pendientes de las rocas,
tres o cuatro desean para ciento
(redil las ondas y pastor el viento),
libres discurren, su nocivo diente
paz hecha con las plantas inviolable
(Sol. II, 308-313).

O DE MENOS AHÍ ES LA PROSOPOPEYA, el que las cabras «deseen» tres o cuatro más para alcanzar el centenar. La maravilla es la cláusula absoluta encerrada en un paréntesis: redil las ondas y pastor el viento. Sólo quien haya visto con qué prontitud obedece un rebaño al silbo de un pastor puede captar la belleza y concisión insuperables de ese verso donde, con una pura frase nominal, se pinta el hato de cabras seguras sobre el islote, al que las olas sirven de redil protector, y el silbo del aire que les hace recogerse. Eso son los conceptos gongorinos: criaturas retóricas de una perfección sobrehumana y elaboradas con aportaciones de todos los frentes: fónico, léxico, sintáctico y retórico.
Sin salir de las Soledades podríamos poner cientos de ejemplos. Veamos otro igualmente rústico –de los que molestaban a Jáuregui por el carácter doméstico del referente–, y que, con los anteriores, demuestra hasta qué punto es falso que Góngora evite mencionar las cosas por su nombre. Antes hemos visto conejos y cabras. Ahora será una gallina con su prole amenazada por un milano:

¡Oh cuántas cometer piraterías
un cosario intentó, y otro, volante!,
uno y otro rapaz, digo, milano,
bien que todas en vano,
contra la infantería que pïante
en su madre se esconde, donde halla
voz que es trompeta, pluma que es muralla
(Sol. II, 959-965).

Difícilmente se encontrará texto donde la humilde gallina clueca aparezca tan ennoblecida: el concepto apunta ya desde la imagen de cosario volante aplicada al milano, que intenta, sin conseguirlo, arrebatar algún polluelo. Hay que recordar que en la España de entonces los piratas eran frecuentes no solo en el mar sino también en las playas. A fin de frustrar sus incursiones se creó el cuerpo de los atajadores o jinetes de costa, que avisaban del peligro con hogueras o trompetas para que la gente de paz se pusiera en salvo tras las murallas y la de guerra acudiese a hacerles frente. En los versos citados la isotopía va creando una alegoría que se perfecciona en la doble metáfora: voz que es trompeta, pluma que es muralla. ¿Por qué se nos antoja magnífico este verso? Porque nos hace escuchar el alarmado cacareo de la gallina, y el apresurado revuelo de los pollos que corren a refugiarse bajo ella, alguno incluso asomando la cabeza entre las plumas. El esquema sintáctico bimembre subraya la seguridad frente a la asechanza. El poeta se refiere a los polluelos como infantería piante, de nuevo con el neologismo imprescindible, y lo que era una simple escena de corral se trans-muta en episodio épico. La realidad no es nunca prosaica: todo depende del lenguaje con que se recrea.5 

HEMOS DICHO AÚN MUY pocas cosas esenciales de Góngora, porque un poeta de su talla se presta más al disfrute que al análisis. No obstante, hay un aspecto del hombre y del poeta que se debe destacar: Góngora es un enamorado de la vida, un vividor. Las gallinas, las cabras, los conejos, como los robalos, las aceitunas, el queso, las nueces y el vino, que aparecen en las Soledades, le gustaban, se regodeaba recordando sus formas, colores y sabores. No es que fuese un glotón, pero sí un epicúreo, un hombre de buen humor y un ávido observador de cuantas maravillas encierran la naturaleza y el arte. Y claro, un epicúreo, y más si es clérigo, en una España dominada por inquisidores y neoestoicos, tenía que resultar escandaloso. Las censuras de que fue objeto la primera edición de sus poemas, pocos meses tras su muerte, se ensañaron con ellos, retorciendo los pasajes más inocentes, y no cejaron hasta que la edición fue recogida. Parte de esa antipatía de origen ideológico alcanza a Menéndez Pelayo.
Pero la fama de Góngora y la afición que le mostraban intelectuales y poderosos –como el propio Conde-Duque– pudieron remontar el obstáculo y dar vía libre a su difusión a partir de 1633, en ediciones unas veces descuidadas, otras minuciosamente comentadas. Don Luis, con todo, impulsado por la corte de sus admiradores, había tomado sus precauciones, gracias a las cuales hoy podemos decir que su obra nos ha llegado en forma tan satisfactoria o más que si él mismo la hubiera editado. En efecto, Góngora, en medio de esa «hambre heroica» a que alude otro poema de David Huerta, y de la que hay constancia sobrada en el epistolario, fue capaz de revisar toda su obra –tras adquirir el cartapacio que la contenía, nótese bien– y legarla bien depurada y anotada a la posteridad. Y lo más inusitado de tal labor es algo que merece glosa: de todos los poetas de su tiempo, Góngora es el único que ha intuido la importancia de la cronología en la creación poética. Al corregir e ilustrar, con su amigo don Antonio Chacón, señor de Polvoranca, el célebre manuscrito que conserva su obra, fue poniendo con extremo cuidado fecha, epígrafe y a veces circunstancias de sus poemas, y tal información constituye un tesoro inestimable. Hoy nada nos parece más natural que el hecho de suministrar, un escritor, los datos pertinentes para facilitar la tarea de los lectores y eruditos; no falta alguno que ha preparado en vida su propia edición crítica, o puntualiza, casi pecando de exhibicionismo, los lugares y hoteles donde escribió la primera y la última línea de una obra. En tiempo de Góngora nadie lo hacía. Los epígrafes y las notas sí figuran en ciertas ediciones; las fechas de composición, nunca, a menos que se deduzcan de otras incluidas en los paratextos. Notas y epígrafes suelen referirse a personajes y hechos externos. Las fechas, no: son un cordón umbilical que une los poemas a su autor, trazando lo que Cernuda había de llamar el historial de un libro, un cuadro completo de la relación que el poeta mantuvo, a lo largo de su vida, con su oficio y con cada una de sus criaturas: no es lo mismo escribir un poema cuando se vive como un canónigo, o racionero, que tal era Góngora en Córdoba, que acosado por las deudas en Madrid; no es la misma la idiosincrasia de un joven que la un viejo; ni tampoco la estética de un principiante que la de quien ya ha compuesto las Soledades. Pero ese cuadro, como un rompecabezas, tiene dispersos u ocultos sus elementos en la clasificación genérica y sólo se recompone cuando se ordenan los poemas según su cronología.6  Lo que entonces se descubre es una lectura fascinante, casi novelesca, imposible en ningún otro clásico: asistimos en 1580 a las primicias del poeta, pedantuelo en la canción a Los Lusíadas, malicioso en «Hermana Marica» o en las letrillas juveniles; lo seguimos en sus lecturas de petrarquistas italianos, a los que imita e intenta superar sin creer mucho en sus doctrinas, aunque se abstiene de escribir sonetos en sus dos primeros años productivos; disfrutamos sus devaneos burlescos en los romances «Diez años vivió Belerma» y «En la pedregosa orilla», donde no sólo pone en solfa el mundo carolingio del viejo romancero, sino también el pastoril mucho más reciente; vemos brotar los primeros romances moriscos y de cautivos, le escuchamos expresar su amor y nostalgia por Córdoba en un soneto escrito durante un viaje a Granada, ciudad con la que intenta cumplir en otro poema; nos divierte su parodia de un romance acaso de Lope de Vega, que con 23 años, uno menos que Góngora, ya se perfilaba como su rival; disculpamos que la pluma de un clérigo provinciano se ponga al servicio de un poderoso, como el obispo de Córdoba. También percibimos la temprana inquietud estética del poeta, que en 1586 hace una extraña experiencia alternando en serio y en broma las coplas de un romance pseudomorisco, lo que acabará por cuajar en un         inusitado sincretismo mucho después; le escuchamos reírse de sí en dos o tres romances autobiográficos, o chancearse, en varios sonetos, de la flamante corte madrileña, que visita por vez primera. De pronto, una canción seria compuesta a la Armada Invencible nos recuerda que con ciertas cosas y ciertos monarcas no se admiten bromas, y que al currículum de un poeta siempre le viene bien mostrarse patriota cuando la ocasión lo requiere; un tono similar observamos en el soneto dedicado al Escorial. El mismo año aparece toda una revolución: un poema de irrisión mitológica, que por ahora queda incompleto. Al propio tiempo brotan las letrillas epicúreas: «Ándeme yo caliente / y ríase la gente», «Buena orina y buen color, / y tres higas al doctor», las irreverencias hacia Toledo, la primera jácara de nuestra lengua, los textos ya marcadamente antipetrarquistas, un soneto magistral a don Cristóbal de Moura, ministro predilecto de Felipe II en sus últimos años, y un romance notable por su novedad, «Murmuraban los rocines», cuyos ecos llegarán a los preliminares del Quijote. Sigue así la musa traviesa de don Luis, entre burlas y veras, diversiones –un romance, una décima y un soneto presentan al poeta jugando al naipe– y obligaciones. En 1600 surge uno de los pocos poemas claramente religiosos, compuesto por compromiso, luego un muy manierista soneto cuadrilingüe, una especie de gaceta palaciega en décimas, otras letrillas picariles, una de ellas anticlerical: estamos ante lo que Robert Jammes denominó «el poeta rebelde». Góngora no deja descansar a la musa: en 1602 escribe un romance magistral de asunto ariostesco, el de Angélica y Medoro. La corte está en Valladolid, y allá va el poeta, a sufrir chinches y hedores de que dan cuenta varios sonetos y una letrilla celebérrima: «¿Qué lleva el señor Esgueva?» También dejan huella en su poesía los viajes a Cuenca y Ayamonte. Llega la jornada de Larache, tan poco gloriosa, y Góngora no puede evitar la chacota, aunque un segundo intento le inspirará una canción de lenguaje sorprendente. Discretea en décimas con varias monjas amigas o familiares y hace recuento de las incomodidades sufridas en su viaje a Galicia. Si la muerte de su sobrino carece de correlato poético, el dolor por no haber conseguido justicia se muestra en los tercetos de 1609, «Mal haya el que en señores idolatra», donde el poeta, harto de Madrid y de sus covachuelas, recuerda la sátira de Juvenal para anhelar la mula que ha de llevarlo a Córdoba. Allí compone una serie de villancicos que rebosan mucha más gracia que devoción. El mismo año prueba la mano con la espléndida comedia que recordamos antes (Las firmezas de Isabela) y un extenso romance destinado a completar el inacabado de irrisión mitológica: sus víctimas son Hero y Leandro. Muere la reina doña Margarita de Austria: hay que llorarla, pero también hay que reírse de Écija, Baeza y Jaén, porque sus túmulos no están a la altura de las circunstancias. Nuevo viaje a Granada, con vejamen de un doctorando e irrisión de una moza casquivana. Góngora, liberado de la asistencia al coro y seguro de su arte, se retira a su Huerta de don Marco y escribe el Polifemo en 1612, al que seguirán las Soledades entre 1613 y 1614. La revolución está hecha, y la polémica, servida: a ella responden décimas y sonetos. La lengua poética ha alcanzado su clímax; ahora sí que solo cabe descender. Pero difícilmente se considerarán descenso romances como los dedicados a la beatificación de santa Teresa, o al hidalgo pobretón que se dispone a acompañar la corte en su viaje a Behovia con motivo de las bodas reales, para no hablar de los sonetos que ponen en solfa la toma de la Mamora. Tampoco la nueva tanda de villancicos, de 1615, desmerecen de los anteriores. Llega 1617 y el poeta decide instalarse en Madrid, como capellán de honor de Felipe III, a lo que lo inclinan buenos amigos. Pulsa el instrumento épico y entona el Panegírico al Duque de Lerma, que no acaba de gustar al autor ni al dedicatario, por lo que queda incompleto. Y entonces brota el último prodigio de gran aliento: la Fábula de Píramo y Tisbe, de 1618, donde lo serio y lo burlesco, lo lírico y lo épico, lo popular y lo culto se funden de modo inextricable. Góngora pasa malos años, con aprietos y miserias omnipresentes en su epistolario, desde ahora trasfondo cortesano y doméstico de los poemas, que se ralentizan, se hacen más de circunstancias, aunque la maestría perdura: «En la fuerza de Almería» y «Guarda corderos, zagala» son aún de las creaciones más delicadas del romancero nuevo. Felipe III regresa de Portugal, y se preparan fiestas en la Plaza Mayor, a las que Góngora concurre con un romance jocoso. Al año siguiente, hace méritos con varios poemas áulicos a la consumación del matrimonio entre el príncipe e Isabel de Borbón. Entre 1621 y 1622 mueren sus amigos y protectores, a quienes llora en sentidos sonetos: el propio monarca primero, luego don Rodrigo Calderón, los condes de Lemos y Villamediana. Felipe IV y el nuevo valido son una esperanza, pero los apuros arrecian, y los poemas se van haciendo melancólicos: uno de ellos es la letrilla «Aprended, Flores, en mí», cuyo primer verso juega con el nombre de su amigo el marqués de Flores de Ávila, uno de los próceres más mencionados en el epistolario. De repente, brota la última llamarada del genio: los sonetos «En este occidental, en este, oh Licio» y «Menos solicitó veloz saeta», de 1623, junto con otros entre guasones y sombríos que recuerdan a Olivares sus incumplidas promesas. Vienen después unas cuantas poesías cortesanas y algunas sátiras, escritas ya con desgana. El resto es silencio. Gracias al orden cronológico hemos pasado, sin darnos cuenta, de lectores de la obra a espectadores de la película con la vida y la evolución estilística de uno de nuestros mayores poetas.

UNA CONSIDERACIÓN DE importancia, para terminar. Góngora renueva tan a fondo el lenguaje literario de su tiempo que se le ha culpado de impedir el desarrollo de la novela creada por Cervantes. Si fuere cierto, habría que reconocer en ello, más que una culpa, un mérito por su parte, y también por parte de su recepción. Los lectores de Góngora se dejaron subyugar por aquel lenguaje insólito, lo imitaron, lo exportaron y lo adaptaron a lo que era posible, es decir, a cualquier género excepto precisamente la novela de corte moderno: la épica, la lírica, el drama, la oratoria sagrada. Góngora y el gongorismo penetran así en todas partes, hasta en los rivales más acérrimos, y llegan a los últimos confines del mundo hispano, lógicamente con distinta fortuna. Lo que no era posible era superar aquel estadio, partir de él para subir más arriba. Y sucedió lo que se sabe: tras la pleamar vino la resaca. Primero en forma de epígonos, luego en forma de detractores, que son los responsables del desierto poético en que quedó sumida la literatura española durante los siglos XVIII y XIX, los mismos que duró el purgatorio de Góngora.   



                                                                                                                Antonio Carreira
                 

lunes, 14 de mayo de 2012

POESÍA EN EL NÚMERO 2 DE LA REVISTA JIZO DE HUMANIDADES



Presentamos los poemas que se publicaron en el número 2 de la Revista Jizo de Humanidades, siguiendo el criterio de la anterior entrada, en de la sección dedicada a la poesía, en la que poníamos énfasis sobre resaltar las colaboraciones poéticas de cada número para su mejor contemplación y deleite de todos los interesados. Ofrecemos pues, la poesía de este número acompañada de alguna de las aportaciones artísticas del número, entre las que se cuentan con las de Miguel Rodríguez Acosta, quien confeccionó el diseño de la portada de este número y dejó otro motivo para el interior del número.


Portada de Miguel Rodríguez Acosta


 POESÍA EN EL NÚMERO 2 DE 
LA REVISTA JIZO DE HUMANIDADES


Dibujo de Miguel Rodríguez Acosta



A DON VALENTÍN RUIZ-AZNAR



–In memoriam–

Como preciado aroma
que en pomo mínimo se guarda, y luego
crecido el tiempo ábrese y se expande,
perfuma y siempre queda,
tú te nos diste en gracia, y derramaste
consagración armónica
–Orfeo junto al Dauro–.
Ahora, en nuestra noche,
nos donan dulcedumbre
tus manes de belleza,
tus músicas de gozo,
cuando sombras nos crecen
olvidadas de tono, ritmo, canto.


(De «El vino de las horas»)
Rosaura Álvarez




PASEO DEL VIOLON




A Antonio Callejas y Marite Vivaldi

I

Los violetas y azules de la sierra te enmarcan, ciudad sola, por
donde deambulo, como en una acuarela que se disolviese junto a las
brasas del atardecer. Miro tu tierra roja que una vez fue la mía,
cómo sus torres se encaraman sobre el horizonte, despidiendo a un
otoño que no termina de morir. Una memoria ajena nos cobija, hecha de
pitas y arrayanes, trazos de un devenir borroso que ya no reconoce mi
incredulidad.

II

Difícil evitar las tentativas de la luz por alumbrarnos como si la
muerte en que la luz consiste no estuviese ya aquí. El camino es
oscuro y se bifurca. No acierto a ver el rostro de ese fantasma que
se aleja, con paso lento y sin mirar atrás. La sola certidumbre es
este pálpito. ¿Tu infancia? No, tu infancia es un lugar que no
comparto. Sé que la fuga es ilusoria, pero cómo no comprender ese
lenguaje tuyo, que me dice, libres al fin de toda servidumbre, con
la sola palabra que nos funda, amor.


Jenaro Talens



TRES VARIACIONES
PARA ROSAURA ÁLVAREZ




1ª Variación ante tu «Suelo de mi cielo»


Cruzarme por el aire de un jilguero
aventurando lúcidos ponientes,
cuando la alberca tornasola ausentes
las celosías del afán viajero...
Seducirme el aroma mensajero
de otro Carmen: crecidos y valientes
cipreses tras las tapias confidentes,
donde el silencio colma su venero...
Este cielo en clamor habrá de darme
con luz serena su caudal lejano,
y por sus atanores desvelarme
sabiduría de fecundo arcano:
acoplo de temblor al confïarme
Edén a mi medida –por lo humano–.


2ª Variación ante «Resurrección»


En mi carne sin tiempo tacto, fuego
–tersa la claridad de los perfiles–
acrisolan su cáliz: añafiles
claman desde las torres a mi ruego.
Héspero alienta aroma con espliego,
mas tus labios acallan los abriles
de rauda primavera: ¡qué sutiles
los laureles alerta sin sosiego!
Aquí el instante, río del olvido,
allí la mar que espumas eterniza
y en soledad el cuerpo en luz transido.
¡Mi sangre, tu materia, el aire briza
tras los claros anhelos del sentido,
si un sueño fue, invidencia, la ceniza!

3ª Variación ante «El otro yo»


Sumirme y no saber. Sentir fluencia
de la luz, del azar aconteciendo
auroras por las cimas y tendiendo
la llamarada de la inteligencia.
Asir de las mimosas la cadencia
tierna que colman en tropel luciendo:
¡qué sensual y lánguida latiendo
la seducción del aire, su vivencia!
Aspirar, existir transverberando
el acorde sin tiempo, mientras miras
y quedas y no sabes cómo y cuándo
las huellas de las cosas que tú admiras
proclamarán el límite: vibrando
su plenitud la rosa en que suspiras.

Narzeo Antino




LA INTIMIDAD. MÚSICA. LUZ TENUE. TU RECUERDO



La intimidad. música. Luz tenue. Tu recuerdo.
El mar viaja en la noche hasta mi cuarto sin ruido.
Alguien toca el piano sobre mi alma tranquila.
El libro que me ama se ha quedado dormido.
Agosto, ya moreno, ha hecho las maletas
tan desconsiderado que ni se ha despedido.
Pero las noches, abiertas, son mías. En ellas
cuento mi amor como cuento las gotas de un río.
¡Qué poca soledad! La noche sola me toca
la piel, y este papel, esta pluma, mi gemido
de paz en el silencio de este cuarto tan lleno
de mar, intimidad, noche sola de amor encendido.



AMANECERÁ ESTA NOCHE SI LLEGAS




Amanecerá esta noche si llegas.
La noche, amor, en día florecida
si tu llegas.
Tendrá que amanecer de las estrellas,
del agua, amor, del suelo, de tus ojos,
donde sea.
Será la noche un sueño que se sueña
despierta. Será tu alma luminosa
y abierta.
Será mi despertar cuando tu vengas,
saldré por fin del sueño de tu ausencia,
si tu llegas.

Amaya Blanco García




CAMINA, ENTRE LA MULTITUD




Camina, entre la multitud ,
carmín zigzagueante en las esquinas,
sacudiéndose estrellas afiladas
en los ojos ceniza del asfalto.
Coronas infinitas de cuchillos
permanecen suspensas en equilibrio inverso.
El cielo se desangra de tardíos azules
donde fluyen los ríos de sombras derramadas
que arrastran huecos, falsas
pestañas, limos negros y miradas oblicuas,
y no distinguen ya sus pasos sinuosos,
su destello rojizo, leve y último.
Rompe el agua en los muros y los alt os pilares
de luz extinta, encandilado ojo
del mar araña el párpado desde la lejanía,
la lágrima amarilla precipitándose mejilla abajo,

y estalla el esqueleto de los barcos
la llama de las telas, su reflejo
en el rostro de piedra cuyas cuencas vacías
descubren su ceguera de horizonte,
y se ilumina el lienzo,
la serpiente enroscada, el mar,
su piel de alga.


Nieves Chillón










Foto de Francisco Acuyo


miércoles, 2 de mayo de 2012

POESÍA EN EL PRIMER NÚMERO DE JIZO EDICIONES


Debido a la demanda de no pocos amigos e interesados en los contenidos de los primeros números de la Revista Jizo de Humanidades, y también como consecuencia de que el formato de la Revista subido a la red no era del todo óptimo para su disfrute, hemos decidido subir lo más selecto de cada número para su mejor lectura y contemplación. Seguiremos un orden cronológico en la subida de cada texto comenzando por el número primero de la revista. En el caso que nos ocupa en esta entrada ofreceremos la poesía publicada en dicho número, en el que encontrarán poemas, inéditos entonces, de Elena Martín Vivaldi, Mª Victoria Atencia, Antonio Carvajal, Manuel Mantero, Rafael Guillén, Jesús Munárriz, Antonio Piedra, Francisco Castaño, Rafael Juárez, José Antonio Ramírez Milena, Francisco Acuyo, José Luis López Bretones, Manuel García, Virgilio Cara Valero, Rodolfo Häsler, Antonio Díaz Lafuente y Daniel Rodríguez Moya. Poemas memorables algunos de ellos como no menos digno de recuerdo alguno de los poetas escogidos en estas páginas y que ya no se encuentran entre nosotros, como es el caso del amigo, escritor, novelista y poeta Antonio Díaz Lafuente, sea pues esta entrada homenaje a su figura inolvidable. Se incluyen algunas de las reproducciones de la excelente obra artística de Mª Jesús Alonso.
Añadimos al final el enlace con el blog Ancile, que difunde también la actividad de esta revista.





 POESÍA EN EL PRIMER NÚMERO 
DE JIZO EDICIONES


Mª Jesús Alonso


LA  LUNA CONFIADA






Y la luna me mira.
Y, mira
que sonriendo, ella, está,
la luna, sí, esta noche.
Algo alegre le corre por su sangre,
desangrada de amor,
blanca,
le corre una ilusión. no sé.
Su luz es risa,
la sonrisa, y lenta
va cruzando, rebasa ya el tejado,
va a otro cielo.
Y mira desenvuelta, alegre, irónica,
humorista la luna, sí, esta noche.
Mejor es no decir la verdad.
Dejar que no adivine
lo falso de ella misma en mi reflejo.




(1973) inédito Elena Martín Vivaldi



LAS FAUCES





¿Daré con una mano o poder suficiente?
me sube, como dicen,
un veneno o cicuta o frío, piernas
arriba, vientre arriba hasta el arca del cuerpo,
deteniendo el sabido latido de la sangre.
Se me subleva todo hasta hacerse constancia
de ti, presencia tuya, mi invasor despiadado,
mi memoria,
por la que iré a dar en las fauces del pez luna.




                          María Victoria Atencia



ÚLTIMA BLASFEMIA




Porque es la juventud siempre atrevida
y porque el vino y el rumor del mar
obligan a pensar en cosas graves,
sobre Ariadna y Dionisos fue el diálogo.
Sentados en las rocas de la playa
hablamos mucho, sin llegar a un fin.

Unos –tensos– decían: «¿quién recuerda
haber visto jamás a tales dioses?
¿Quién se extasió en su majestad?
Burlémonos de simulacros y alucinaciones».

Otros –seguros–: «Volverán. están ausentes,
sólo se trata de una ausencia larga,
un poco larga acaso. Volverán».
Otros –sutiles–: «De consuelo sirva
que tenemos sus sombras para hallarlos,
pues la sombra de un dios es su silencio».

Aburrido de argüir con mis amigos,
«a suerte echemos –dije– la existencia
de Dionisos y Ariadna, cuyos sacros
Misterios provocaron nuestra cita.
Más: la existencia de los dioses todos
a suerte echemos,
y sea la sentencia inapelable».

Pedí que una moneda me dejaran.
Después, un breve corte de mi uña
mi piel marcó, y con sangre la moneda
pinté: en un lado la palabra ,
no en el otro. Arrojé
al aire la moneda.
Sobre la arena de la orilla
cayó
de
canto.





Manuel Mantero




 [HAY CIUDADES SIGNADAS...]





Hay ciudades signadas en la frente.
sobre el bravo oleaje
de sus tejados un lejano
canto atrae e inmoviliza. Por sus calles
se pasea embozado
el misterio.
Son ciudades que estaban
ya allí, aún antes
de su primera piedra; donde
la historia vino a acomodarse
luego, cuando ya ellas
tenían su historia; donde,
desde antes del tiempo, confluyeron
oscuras trayectorias, pasos,
energías ocultas.
Son ciudades donde se muere mucho antes,
mucho después a veces,
de estar muerto.





              Rafael Guillén




DE LO PERMANENTE Y DEL RECEBO






Con la revolución sucede que
sólo es revolución si es permanente
y eso cansa muchísimo a la gente,
que acaba sin estímulo y sin fe,

pues para que alguien se rebele y dé
con sus huesos en trampa tan potente
y se entregue a la causa plenamente,
al menos necesita, yo qué sé,

cierta seguridad, cierta firmeza
bajo los pies en mundo tan flotante,
saber que ser prosélito es bastante
para que no te vuele la cabeza,
pero nunca es así: los pioneros
caen decapitados los primeros

 y los que se escabullen
de la quema, cogen la puerta y huyen
y vuelve el leviatán a ganar kilos
y a controlar las vidas y sus hilos.




           Jesús Munárriz



EL BALCÓN DEL PARQUE





a N. Sotto


Atardeceres de la vida…
¡qué tentadores en los libros
con esa beatitud cansada
invitándome, casi jubilosos,
al cese de la hora gris!
los he vivido tan cercanos,
y asidos a una belleza tan brutal,
que no puedo desunir sus coyundas
ahora que tú atardeces
y dejas mis enigmas
 impresos en una vital premura.

Hoy los siento cuajados
en melodía resuelta
cuando abres el balcón del parque
y escandalizas a los vencejos
con un revuelo de voz en huida
y con revoque adolescente
que cuelgas con alivio
en los nidos sonorizados
 por aldabillas locas.

Y más los siento aún
cuando vuelto al estudio
encajas esa fruslería
del ordenador infalible
y los tomos de economía
con ojos arrasados.

Entonces un repique piadoso,
como de anillo sacro,
 cae en las afueras
que tú recoges y procesas
en linotipias de plata.

No sé… cuando el álamo negro
sea una corza,
qué embajador tendrán tus labios
ni qué navaja me arrojará el mar
para que yo siga las naves
y el linaje de esta hora blanca.

Aventadores del vuelco
y de la memoria,
atardeceres de la vida,
multiplicadme hasta el logro
el daño y la tristeza de este trago.




              Antonio Piedra



HERENCIA DEL PAISAJE




a mis amigos pintores
Francisco Fernández Barba
y Francisco Fernández Ramírez



Lo que llamaba mío ya no existe,
pero aquello en que fui, que me envolvía,
todavía es un halo que fulge y reconozco
en las mieses unánimes y en las serenas brisas.

Aún me queda los montes y los humos
que se elevan, difusos, de los sotos,
remotos como un sueño que en la luz imprimiera,
antes de disolverse, las huellas de algún gozo.

Sólo ama el paisaje quien lo vive,
quien lo vivió y el que vivirlo espera,
pasajera la ausencia, para encontrarse dentro
de lo que fue su espíritu y, recobrado, alienta.

Lo que llamaba mío ya es memoria
que otros conservan para mí en colores,
en alcores rosados que ilumina el ocaso,
ese destello nuncio del olvido y la noche.


Mi corazón lo lleva como perla
que no es rocío de una nueva aurora.
Una hora, y no más, le queda a la mirada:
Dejadme que la extienda donde el amor me consta.





                    Antonio Carvajal




VEILLE SANS LENDEMAIN






Aún estamos a tiempo de que nada
suceda. De que nunca dé comienzo
una historia en común. –en blanco el lienzo
y la luz de los ojos apagada.

El agua, que es espejo y transparencia
–como el amor, tan eco y tan narciso–,
sabe bien cuánto dura un paraíso
desde antes de la heráclita sentencia.

No es sólo lo que niegas o concedes
–cabeza y corazón no son contrarios–
 sino quizá los hábitos diarios,
la forma de hacer nuestras las paredes.

El tiempo, ese tahúr, no nos acucia
todavía –yo así lo siento al menos–
y aún podemos hacer pasar por buenos
modos amenos de burlar su astucia.

Sigamos de lectores mutuos sin
otro quehacer que una amistosa entrega.
No siempre quien no afirma es porque niega.
Si nada empieza nada tendrá fin.





                    Francisco Castaño



FOTOGRAFÍAS




A Francisco Fernández



I

Las picardías,
los juramentos
de amor urgente.
El aguardiente
de San Matías
templa tormentos.
Alguien se atreve
con unos tientos


II

Las sacristías,
los sacramentos
de un penitente,
cera gastada
y avemarías.
En la mirada
las losas frías,
pero en la frente…


III

Japonerías,
la vida breve,
sacrificada,
los movimientos
de las jaurías,
las cacerías.

IV

Cafeterías.
la dama siente
que entre otra gente
todo era nada,
remordimientos
y rebeldías.
Copiosamente


V

monotonías
de la jornada.
la lucha leve
con las grafías;
las librerías.
los sentimientos
son como espías
junto a una fuente
que está nevada.




     Rafael Juárez




CATARSIS




¿Qué frontera nos impuso esta apariencia
y esa diligencia insomne y sin medida,
esta pertinaz estancia e insolvencia de destino,
esta incongruencia de materias
y sus derivados pigmentos,
este currículum de acentos químicos,
ese acaecer sin mañana.

¿Qué:
qué frontera nos impuso este rictus y sus
quimeras?


José Antonio Ramírez Milena






UMA ROSA DEPOIS  DA  NEVE




Para Eugénio de andrade




Rosa rotunda sobre la nevada,
fulgor ofrecido a los ojos
con el absurdo estupor de una herida
 cuya extraña certeza aún nos excede.

¿Qué busca en el blanco silencio
este pequeño rasguño de vida
 donde la luz helada encalla y se recrea?

¿Qué hacer con esta rosa,
este profundo copo distinto
caído o brotado –no lo sabemos–
 sobre la piel de la nieve desnuda?

la veías brillar
como una breve brasa en medio del invierno.





       José Luis López Bretones





MUDANZAS  SOBRE  LUGARES 
DE VERSOS Y ORACIONES DEL CAMINANTE 
DE  LEÓN  FELIPE




I

Pasar por todo una vez,
una vez solo y ligero



He llegado al jardín en que, alejado,
mi corazón soñaba y le dolía,
y, ligera, la nave ya es baldía
y, audaz, el corazón yace varado.


He dejado detrás ya malgastado
tanto de ardor, de mar, de lozanía,
y hoy es perla, mas perla falsa y fría,
lo que noble metal mientras soñado.

Cuando hayas de partir, cuida tu huella
 no se contente con igual camino
ni apetezca tu boca un mismo beso


ni brille sola para ti una estrella:
sino añora, y no alcances, tu destino;
sueña, pero no vuelvas, el regreso.




     Manuel García



LA REALIDAD Y  EL DESEO



mount holyoke College
South Hadley, Mass.
noviembre 18, 1949



Nada puedo escribir después de lo que he visto,
nada que no escribiera mi voz sobre un espejo
 roto. Cómo escribir en un norte sin límites
que el pecado confunde con el cuerpo.
Ya ves que mi silencio no era olvido, sino
miedo, miedo a callar el frío de esta tierra
cómplice de la falsa locura y del amor
falso, donde el deseo es apetito
y todo se perdona. No hay verdad que se escriba
si no hay incertidumbre, si el dolor no somete
de una vez, para siempre, a quienes no respetan
la paz de los amantes. Nada puedo decir
que inútilmente ya no hubiera dicho.





Virgilio Cara Valero





EL ÁNGEL  GALANTE  Y  EL COLOR BLANCO




Todo acaece en su debida lógica,
lo que no sucede así es que no será.
la sorpresa deja paso al juego,
la dicha, la luz del rostro quema,
la escritura me sostiene y el color blanco es ausencia
de servidumbre, aún incendio en la mente de ambos.
entre mi casa y la nada, entre el alma y su transparencia,
asistimos al esfuerzo de lo que ya no sirve,
la danza ritual de la bailarina hombre,
de la bailarina mujer,
y si atiendo a lo que el gesto significa
seré el enviado de la deidad,
el portador de la felicidad desde su andrógino paraíso
hasta mi cuerpo que degustas,
oro que en alquimista te convierte,
amago de desnudez, en las estrellas, en la espuma,
el náufrago salvado de las aguas de la desmemoria
que incide en la vida de los vivos.
no renuncies al afecto que te vuelve visible,
tu mente enamorada mojada en el índigo éter,
para contar historias de eros y de nosotros,
sus discípulos.




    Rodolfo Häsler




CICATRICES





En principio era Dios, la ola baldía,
la importancia de la inutilidad
y aquel lento y cansino andar del día
 haciendo, en su camino, eternidad.

Mas anublando el sol y la armonía,
surgiendo altivo de la tempestad,
el tirano arrasó la fantasía,
la palabra, la luz, la libertad.

Segó la brisa que estremece al prado,
la sonrisa del niño luminosa,
la lágrima felice, temblorosa...

y cuando manso el mar, calmó el tornado,
sólo era barro ya la etérea diosa
y un despojo de pétalos la rosa.





                        Antonio Díaz Lafuente




HABITACIÓN  SIN VISILLOS
 (REPLETA DE RECUERDOS)





Encima de un retrato amarillento
colgado en la pared (recién casados)
hay una señora que vigila
desde las grietas de un cristal quebrado
con ojos de amenaza.
Sobre las estanterías
conviven con el polvo algunas fotos,
entonces la ciudad era en blanco y negro.

la vida es un objeto de museo
en esa habitación de olor extraño
que no tiene visillos,
y en la que todas las puertas están bien cerradas.




Daniel Rodríguez Moya




EL  ÁNGEL DE  LA AURORA



En el desierto glacial
la nieve esplende su llama.
Desde la cumbre el silencio
abismo suena dorada.
Dorada luz de la aurora
desde la tiniebla clama
con luminosa cadencia
su sombra en rayos alada.
Despliega entonces el ángel
sobre la noche sus alas
rutilante manto de
vida que apenas mostrara
con el oro de sus manos,
el pincel de la mañana,
el color que suena intenso
amarillo en la ventana
y esboza, con luz aérea,
la perspectiva de un alma
que observa sobre la tierra
el cielo de su mirada.




        Francisco Acuyo




Mª Jesús Alonso