viernes, 16 de noviembre de 2012

JIZO EDICIONES Y SU NUEVA INICIATIVA EDITORIAL







Me complace ofrecer en Ancile la noticia de la creación de una ventana online de las publicaciones de la iniciativa editorial Jizo Ediciones, que incluyen no sólo las publicaciones de libros en sus diferentes colecciones: Jizo de Literatura Contemporánea, Jizo de ensayo, Jizo de Literatura y artes plásticas, también las revistas editadas hasta el momento de la Jizo de Humanidades que, por cierto, está trabajando en el último número, que saldrá seguramente a primeros de año (enero, según todas las cábalas que se están haciendo), inaugurando una nueva época con grandes novedades en la edición: Se hará una publicación digital para subir a la red, así como una versión para soporte digital con sorpresas en su formato, diseño y construcción.
                Reproduciremos algunas portadas de libros y revista así como diferentes enlaces para información del interesado. Se prepara una nueva colección que, según rumores fundados, traerá también motivos de celebración por su novedad de diseño y formato, así como su mayor asequibilidad para la edición y consumo.
Los enlaces son: Jizo Ediciones y Revista Jizo de Humanidades. Hay enlace con la página del director de la revista y de alguna de las colecciones de la editorial, que quizá pueda resultar de interés para quien quiera información más completa y puntual, sería: Página personal.



JIZO EDICIONES Y SU NUEVA 
INICIATIVA EDITORIAL





Revistas en papel de Jizo Ediciones:

































Publicaciones varias de Jizo Ediciones en papel:





















Publicaciones varias de Jizo Ediciones en soporte magnético:












Los enlaces son: Jizo Ediciones y Revista Jizo de Humanidades. Hay enlace con la página del director de la revista y de alguna de las colecciones de la editorial, que quizá pueda resultar de interés para quien quiera información más completa y puntual, sería: Página personal.

lunes, 18 de junio de 2012

LA LITERATURA EN LA LITERATURA, POR ROSA NAVARRO DURÁN


Dentro de la iniciativa anunciada por la Revista Jizo de Humanidades de ofrecer digitalizado lo más granado de sus números anteriores (en este caso el número 2.3), ofrecemos el trabajo de la profesora Rosa Navarro Durán (Catedrática de la Universidad Central de Barcelona)  -con la que tiene la suerte de contar con su entrañable, avisada e inteligente amistad quien modestamente suscribe estas líneas  introductorias -, trabajo espléndido, decía,  intitulado: La literatura en la literatura. Convencidos de que esta plataforma digital será una vía ideal para la mejor difusión de los excelentes estudios que fueron publicados en su momento en soporte papel. A la disposición de todos los interesados queda pues, La literatura en la literatura, de Rosa Navarro Durán. Ofrecemos un enlace al blog Ancile, en el que se da también noticia de esta entrada.



LA LITERATURA EN LA LITERATURA,
 POR ROSA NAVARRO DURÁN









SI PUDIÉRAMOS SABER QUÉ libros leyó un escritor, podríamos entender elementos de su obra que quedan en una zona de sombras o leer, incluso, de modo diferente otros. El escrutinio de la biblioteca de don Quijote es un documento esencial para las lecturas de Cervantes. Sabemos así con absoluta certeza que leyó el Jardín de flores curiosas, al que considera tan mentiroso como el libro de caballerías Don Olivante de Laura, del mismo autor, Antonio de Torquemada. Lo hace por boca del cura: «…y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso»1 . A partir de la lectura del Jardín, cobran sentido muchos elementos del Persiles o se ve la fuente del pasaje del unto de la bruja del Coloquio de los perros.
Y si se lee cuidadosamente La fuerza de la sangre, una de sus espléndidas Novelas ejemplares, es fácil ver cómo la leyenda que José Zorrilla calificaba como «tradición de Toledo», «A buen juez, mejor testigo», tiene su origen en su lectura. La historia narrada por Cervantes sucede, en efecto, en Toledo; comienza: «Una noche de las calurosas del verano volvían de recrearse del río en Toledo…»2 . La protagonista, violada por un irresponsable joven noble, cogerá de la habitación a donde la lleva su raptor un crucifijo: «En un escritorio, que estaba junto a la ventana, vio un crucifijo pequeño, todo de plata, el cual tomó y se le puso en la manga de la ropa, no por devoción ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo», p. 372. Cuando les cuenta su desgracia a sus padres, quiere que los sacristanes pregonen el hallazgo de la imagen para averiguar quién es su dueño: «dijesen en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del religioso que ellos señalasen, y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la casa y aun la persona de su enemigo», p. 373. Pero su padre sabiamente le advierte del peligro que tiene tal estratagema y le aconseja lo siguiente: «Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella, que pues ella fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia», p. 374.

CUANDO LEOCADIA LE CUENTA a doña Estefanía, la madre del joven que la violó, su historia, saca de su pecho la imagen del crucifijo para probar sus palabras y le dice:   «—Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que se me hizo, sé juez de la enmienda que se me debe hacer», p. 380. No hay prodigio alguno porque Cervantes respeta la verosimilitud al narrar; pero la imagen es una prueba más de la verdad de lo que dice, como lo es el extraordinario parecido que guarda el hijo de la muchacha con su padre, el joven calavera. El crucifijo aún tendrá que servir otra vez como prueba de la veracidad de su relato ante el propio violador, que se convertirá al final en su esposo; Leocadia le dice al que el narrador da el nombre de Rodolfo, ocultando el suyo: «Y si esta señal no basta, baste la de una imagen de un crucifijo que nadie os la pudo hurtar sino yo, si es que por la mañana le echastes menos y si es el mismo que tiene mi señora», p. 389.
Este crucifijo le daría la idea a José Zorrilla para que hablara su Cristo de la Vega, para que desclavara la mano jurando la verdad de las palabras de la hermosa Inés de Vargas frente al mentiroso y olvidadizo Diego Martínez. La leyenda procedía de la lectura de la novela de Cervantes; su transformación subraya la intensidad de la atmósfera romántica de «A buen juez, mejor testigo».
Curiosamente una lectura cervantina, la que al comienzo mencionábamos, el Jardín de flores curiosas, de Antonio Torquemada, inspiraría a Zorrilla un pasaje esencial de otra de sus más famosas leyendas, «El capitán Montoya»; nada menos que la contemplación que el galán de monjas hace de su propio entierro.
Cuenta Antonio una misteriosa historia a sus interlocutores: «…y fue que este caballero, siendo muy rico y muy principal, trataba amores con una monja, la cual, para poderse ver con él, le dijo que hiciese unas llaves conformes a las que tenían las puertas de la iglesia, y que ella también haría de manera que por un torno que había para el servicio de la sacristía y otras cosas pudiese salir donde ambos podrían cumplir sus ilícitos y abominables deseos»3 . Así lo hace; como el monasterio está lejos del pueblo, «él se fue en medio de una noche que hacía muy oscura en un caballo». Llegará a la iglesia y verá «que dentro había muy gran claridad y resplandor de hachas y velas encendidas, y que sonaban voces como de personas que estaban cantando y haciendo el oficio de un difunto»; espantado, advierte que son frailes y clérigos los que cantan y que en medio tienen «un túmulo muy alto cubierto de luto», rodeado de velas encendidas, «y de lo que mayor espanto recibió fue de que no conocía a ninguno». Preguntará a un clérigo quién es el difunto, y éste «le respondió que se había muerto un caballero que se llamaba… nombrando el mismo nombre que él tenía, y que le estaban haciendo el entierro»; el caballero se ríe y le dice que se engaña, porque ese caballero está vivo; pero el clérigo le contesta: «Más engañado estáis vos, porque cierto él es muerto y está aquí para sepultarse». Preguntará a otro clérigo, y lo mismo le responderá éste. Asustado, volverá a su casa; pero se verá acompañado hasta ella por dos grandes mastines negros, que le despedazarán en su propio aposento, sin que nadie pueda evitarlo.
¿Hace falta recordar los detalles que reaparecen en El capitán Montoya? Invito al lector a releer la leyenda de Zorrilla para que los encuentre y al mismo tiempo para que goce del relato del vallisoletano. Curiosamente, esa huella de lectura soluciona el problema de la prioridad en la creación del episodio entre Zorrilla y Espronceda, que también hace que su Félix de Montemar contemple su propio entierro en El estudiante de Salamanca4. Los elementos comunes que unen el relato del Jardín de flores curiosas y la leyenda El capitán Montoya de Zorrilla certifican que en él se inspiró el vallisoletano; José de Espronceda reelaboró el episodio oído de Zorrilla porque su obra no sigue tal fuente. Fue Zorrilla quien lo recreó primero, y dan fe de ello…sus huellas de lectura, la de un curioso libro, que también leyó Miguel de Cervantes.       

Rosa Navarro Durán

                                         

viernes, 25 de mayo de 2012

ANTONIO CARREIRA EN EL NÚMERO DE JIZO: ALGUNAS APORTACIONES DE GÓNGORA A LA LENGUA DE SU TIEMPO


Del número dos de la Revista Jizo de Humanidades, de entre los varios excelentes trabajos de crítica e investigación filológica y literaria, destaca sin lugar a dudas este intitulado: Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, del insigne filólogo e hispanista Antonio Carreira. Sus estudios sobre poetas y escritores españoles son de ineludible referencia, y las ediciones y trabajos sobre el genial poeta cordobés son ya eco que resonará para la posteridad de forma totalmente inevitable. La devoción a tan erudita y meritoria labor por parte de quien suscribe esta brevísima introducción a este trabajo proviene (no sólo del privilegio de gozar de su amistad y preclaro magisterio), sobre todo por haber sido en innumerables ocasiones muy sabiamente conducido en la comprensión y lectura del gran D. Luis de Góngora (así en Las obras completas de Góngora, en dos espléndidos tomos en la Biblioteca Castro, la extraordinaria edición de los Romances, en Quaderns Crema, o la imprescindible Antología editada en Crítica, y qué decir de sus Gongoremas, editados en Península, libros de los que aportamos las correspondientes portadas) –entre otros diversos y completísimos y avisados estudios de necesaria referencia, véase también su edición de la poesía completa de otro de los grandes de la poesía en nuestra lengua: Vicente Aleixandre-, por lo que me siento profundo y seguro deudor de tan privilegiada instrucción, sin contar los siempre acertados consejos en relación con mis propios y modestísimos aportes literarios (poéticos, sobre todo, que en ocasiones tuvo a bien supervisar y corregir en la edición de algún poemario mío) y filológicos y científicos, con los que aprendí a ser riguroso y atento a las más finas sutilezas de nuestra amada lengua, siguiendo la estela de aquellos otros que marcaron en mi humilde personalidad intelectual y creativa huella indeleble (Dámaso Alonso y José Manuel Blecua, primordialmente).
Así pues, junto a la publicación digital de la revista Jizo de Humanidades –adjuntamos al final de la entrada el enlace al lugar donde se ha reproducido este mismo texto-, sirva además esta entrada en el blog de la revista Jizo de Humanidades, como personal homenaje a la docta, ilustrada e imprescindible influencia de Antonio Carreira para el ámbito todo de la más excelsa producción filológica y crítica en los últimos años de lo más granado de la producción de nuestras gloriosas letras.




ALGUNAS APORTACIONES DE 
GÓNGORA A LA LENGUA DE SU TIEMPO




EL POETA MEXICANO DAVID Huerta, a quien la vena lírica le llega por vía genética, en su poema «Otro ejército» presenta a Garcilaso de la Vega en trance de escribir su «Oda a la Flor de Gnido». El texto, que en realidad es un metapoema, termina con estos versos:

                ...Vio
su propia muerte en el asalto y vio
el otro ejército, los poetas
que seguirán su huella, el brillo
de la prosodia castellana –y se distrajo
con su propia sonrisa,
mientras la tarde mediterránea
se disolvía con ardiente dulzura.1 

El poeta moderno ha sabido intuir lo esencial: el brillo de la prosodia castellana, transformada felizmente para siempre por obra del finísimo oído de Garcilaso. Decía Antonio Machado que hacía falta estar sordo para no distinguir los versos de Lope de los de Calderón. Lo mismo se podría decir de los de Garcilaso respecto a los de Boscán o Diego de Mendoza. Nada tiene de extraño que Góngora, medio siglo más tarde, sintiera tal devoción por el toledano, a quien recuerda en verso y prosa con frecuencia: una admiración similar a la que grandes compositores del siglo XIX sintieron por Mozart, como si todo hubiera empezado con aquella música elegante, de tono menor, hecha de recursos casi ocultos de tan sutiles.
Entre Garcilaso y Góngora hubo grandes poetas, que adoptaron esa estrofa precisamente estrenada por el primero en la Oda a la Flor de Gnido: fray Luis de León, san Juan de la Cruz han sabido captar y encerrar en ella la música de las esferas. Resulta curioso que Góngora nunca la haya tentado, como si sintiera por la lira un respeto religioso; ni siquiera su derivada, la lira de a seis. Góngora, desde el punto de vista métrico, casi parece un poeta conservador: romances letrillas, décimas, octavas, sonetos, canciones, silvas, pocos tercetos y algunas redondillas. Ni liras ni ovillejos ni sextinas ni tampoco esos versos blancos o de rima interna asimismo probados por Garcilaso. Es decir, nada cuyo artificio salte a la vista. La música de lo que pasa en Góngora va por dentro: solo salta al oído. Robert Jammes, máximo gongorista vivo, ha estudiado con pormenor la novedad de la silva en las Soledades: la más extensa que nunca se había visto y a la que se debe el cambio de sentido del término, que de designar algo familiar y variopinto pasó a significar la forma métrica más flexible, la más próxima a nuestro verso libre dentro de la ortología clásica, y que tendrá una espléndida floración, tardía e inesperada, a fines del XVII en el Primero Sueño de Sor Juana.
Esos juegos de rimas que pueden distar de dos hasta catorce versos, esas tiradas de heptasílabos o de endecasílabos que quiebran su regularidad para poner de relieve una imagen, que se pliegan y adaptan sin esfuerzo a los revuelos de las aves, por ejemplo, en el episodio de cetrería de la Segunda Soledad, o que de pronto se someten a disciplina estricta en el canto amebeo de los pescadores o en el métrico llanto del peregrino en el mismo poema, son, efectivamente, un prodigio de musicalidad. El oído castellano, habituado al porrazo de la rima previsible e isócrona, no digamos a la matraca acentual del dode-casílabo, primero se sintió desconcertado, ya con la suave música, imperceptible de tan callada, de Garcilaso. Pero al llegar a Góngora los recelos desaparecieron y hasta los más reacios acabaron por dejarse cautivar:

Pasos de un peregrino son, errante,
cuantos me dictó versos dulce musa,
en soledad confusa
perdidos unos, otros inspirados.


SI ESCUCHAMOS ESTOS VERSOS, donde sólo asoman dos rimas, leídos con el tempo debido y sobre un fondo de silencio, resultan sobrecogedores; lo que señala ese aparente sintagma del primero: un peregrino son. Constituyen, según es sabido, el tema de introducción a una sinfonía inacabada que, como la de Schubert, iba a constar de cuatro movimientos y solo alcanzó a tener dos: las Soledades.2  El símil no es caprichoso: una sinfonía –cualquier forma sonata– brota de la contraposición y el desarrollo de unos temas. Y de la calidad de los temas depende, en gran medida, la calidad de la obra misma. Lo que encontramos en esos cuatro versos, también metapoéticos, es un descoyuntamiento del lenguaje normal por obra del hipérbaton: entre peregrino errante se incrusta el verbo son. Entre cuantos y versos se interpone el sintagma me dictó, cuyo sujeto va pospuesto. Mientras que el cuarto (perdidos unos, otros inspirados), con su simetría bimembre y su quiasmo sintáctico, especular, adquiere la condición de cadencia, de acorde perfecto en el que el espíritu descansa, toma un respiro, antes de continuar.
Estamos hablando de sonidos; sólo una sinalefa en el primer verso: de un. Incluso un acento antirrítmico en el segundo: dictó versos. Pero el oído que capta la poesía no sólo percibe sonidos sino también sentidos, pese a las violencias sintácticas: esa ecuación pasos igual a versos se convierte en Leitmotiv, puesto que, en efecto, los pasos del peregrino suscitan los versos que los relatan, si no es que los versos suscitan los pasos, tal es la ligazón de la melodía y de la armonía dictadas por la musa: los versos son inspirados, y los pasos, perdidos. ¿Dónde? Precisamente en una confusa soledad, en el seno mismo del poema así titulado, con término trisémico: la soledad del despoblado, la del ámbito rural opuesto al urbano y también la nostalgia. Una nostalgia que, si comienza siendo lamento por un amor imposible, pronto se convertirá en añoranza de un mundo hermoso y feliz, insospechado en plena edad del hierro.3 

GÓNGORA USA LAS PALABRAS como un compositor las notas: con entera libertad, dentro del sistema de leyes que él mismo establece. Hay músicos que apenas modulan: Schubert, Mahler, por ejemplo, prefieren contraponer tonalidades ahorrando esos ritos de paso que llevan de una a otra. Actúan, pues, con una libertad censurable según los cánones, no según los resultados. Góngora insufla a la lengua literaria de su tiempo esa aura de libertad que, en el fondo, no es sino añoranza de la sintaxis latina, aunque sea a expensas de una mayor dificultad en el seguimiento, similar a la producida por la ausencia de modulación. Que era bien consciente de su propósito lo revela una carta de 1613 en la que defiende a las Soledades del reproche de ininteligibilidad:

...Siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua, a costa de mi trabajo, haya llegado a la perfección y alteza de la la-tina.

Ahí el poeta deja claro lo que algunos obstinados no querían entender.
Todos los poetas posteriores a Garcilaso, y algunos anteriores como Mena, hicieron frecuentes referencias al mundo clásico, pagano y cristiano, y con él a su lengua fundamental. Era lo esperable, dada la atmósfera renacentista. Mena incluso llegó a poner en circulación términos que eran puro latín, muchos de ellos ni siquiera necesarios, e intentó asimismo conectar los nuevos y los viejos a distancia por sus afinidades morfológicas: «a la moderna volviéndome rueda» (Lab., 92). Pero dejando aparte su contenido, lo primero que choca en este verso, situado entre dodecasílabos, es que cojea, porque le falta una sílaba. Los versos, como las frases musicales, no suenan nunca aislados, sino enlazados con los contiguos. Su musicalidad, en suma, es el resultado de una dialéctica. En Góngora no existe jamás el verso renqueante, cacofónico o mal acentuado, ni el hipérbaton arbitrario: la extrañeza producida por la dislocación sintáctica se compensa siempre con la eufonía. Dámaso Alonso, que ha estudiado los recursos de su lengua, ha mostrado que es siempre la sintaxis la que debe ceder, ponerse al servicio de la expresión:

Esa montaña que precipitante
ha tantos siglos que se viene abajo

inicia una célebre descripción de Toledo tomada de Las firmezas de Isabela, comedia de Góngora que, según Gracián, valió por mil. Es claro que el poeta ha necesitado forjar, o rescatar, la palabra precipitante, un crudo participio de presente latino, para darnos esa impresión de seísmo, a la vez inminente y congelado. El lector normal no lo siente como invención gratuita sino hecha a la medida: la palabra es insustituible, tanto, que no vuelve a asomar en toda la obra del poeta.

HEMOS REPASADO, AUNQUE por encima, dos elementos constitutivos del lenguaje gongorino: el hipérbaton (con su hermana menor, la anástrofe) y el neologismo, que se combinan para conferir libertad y musicalidad a la lengua algo rígida heredada por Góngora a fines del siglo XVI. Los neologismos puros o de acepción son, a fin de cuentas, como el hipérbaton, recursos viejísimos tomados del latín más rancio. Lo viejo olvidado puede resultar tan desconocido e innovador como lo nuevo por descubrir.
Pero Góngora no se limita a acariciar nuestro oído. Su portentosa imaginación lo lleva a aprovechar y potenciar cuantos recursos le ofrece la retórica para con ellos elaborar conceptos. Su lenguaje, con menos vocabulario que el de Quevedo, es normalmente mucho más eficaz, porque no se deja nunca arrastrar por el torrente o la ebriedad verbal,4  sino que se contiene hasta lograr el término justo en el momento preciso:

A pocos pasos lo admiró no menos
montecillo, las sienes laureado,
traviesos despidiendo moradores
de sus confusos senos,
conejuelos que, el viento consultado,
salieron retozando a pisar flores
(Sol. II, 275-280).

Dejando a un lado el acusativo griego del montecillo «las sienes laureado», ¿a quién se le iba a ocurrir que los conejos –mencionados por su nombre vulgar en diminutivo– pudieran consultar cosa alguna? Y sin embargo el insólito participio, que en su día llamó la atención de Dámaso Alonso, es una joya: nada puede dar mejor idea de ese mohín que hacen conejos y liebres al detenerse para olfatear algún peligro, como si efectivamente consultasen la opinión del viento antes de ir más lejos. Y cuando el anciano pescador explica al peregrino su forma de vida en esa isla con forma de tortuga situada en una ría, le señala así un rebaño de cabras:

Estas –dijo el isleño venerable–
y aquellas, que, pendientes de las rocas,
tres o cuatro desean para ciento
(redil las ondas y pastor el viento),
libres discurren, su nocivo diente
paz hecha con las plantas inviolable
(Sol. II, 308-313).

O DE MENOS AHÍ ES LA PROSOPOPEYA, el que las cabras «deseen» tres o cuatro más para alcanzar el centenar. La maravilla es la cláusula absoluta encerrada en un paréntesis: redil las ondas y pastor el viento. Sólo quien haya visto con qué prontitud obedece un rebaño al silbo de un pastor puede captar la belleza y concisión insuperables de ese verso donde, con una pura frase nominal, se pinta el hato de cabras seguras sobre el islote, al que las olas sirven de redil protector, y el silbo del aire que les hace recogerse. Eso son los conceptos gongorinos: criaturas retóricas de una perfección sobrehumana y elaboradas con aportaciones de todos los frentes: fónico, léxico, sintáctico y retórico.
Sin salir de las Soledades podríamos poner cientos de ejemplos. Veamos otro igualmente rústico –de los que molestaban a Jáuregui por el carácter doméstico del referente–, y que, con los anteriores, demuestra hasta qué punto es falso que Góngora evite mencionar las cosas por su nombre. Antes hemos visto conejos y cabras. Ahora será una gallina con su prole amenazada por un milano:

¡Oh cuántas cometer piraterías
un cosario intentó, y otro, volante!,
uno y otro rapaz, digo, milano,
bien que todas en vano,
contra la infantería que pïante
en su madre se esconde, donde halla
voz que es trompeta, pluma que es muralla
(Sol. II, 959-965).

Difícilmente se encontrará texto donde la humilde gallina clueca aparezca tan ennoblecida: el concepto apunta ya desde la imagen de cosario volante aplicada al milano, que intenta, sin conseguirlo, arrebatar algún polluelo. Hay que recordar que en la España de entonces los piratas eran frecuentes no solo en el mar sino también en las playas. A fin de frustrar sus incursiones se creó el cuerpo de los atajadores o jinetes de costa, que avisaban del peligro con hogueras o trompetas para que la gente de paz se pusiera en salvo tras las murallas y la de guerra acudiese a hacerles frente. En los versos citados la isotopía va creando una alegoría que se perfecciona en la doble metáfora: voz que es trompeta, pluma que es muralla. ¿Por qué se nos antoja magnífico este verso? Porque nos hace escuchar el alarmado cacareo de la gallina, y el apresurado revuelo de los pollos que corren a refugiarse bajo ella, alguno incluso asomando la cabeza entre las plumas. El esquema sintáctico bimembre subraya la seguridad frente a la asechanza. El poeta se refiere a los polluelos como infantería piante, de nuevo con el neologismo imprescindible, y lo que era una simple escena de corral se trans-muta en episodio épico. La realidad no es nunca prosaica: todo depende del lenguaje con que se recrea.5 

HEMOS DICHO AÚN MUY pocas cosas esenciales de Góngora, porque un poeta de su talla se presta más al disfrute que al análisis. No obstante, hay un aspecto del hombre y del poeta que se debe destacar: Góngora es un enamorado de la vida, un vividor. Las gallinas, las cabras, los conejos, como los robalos, las aceitunas, el queso, las nueces y el vino, que aparecen en las Soledades, le gustaban, se regodeaba recordando sus formas, colores y sabores. No es que fuese un glotón, pero sí un epicúreo, un hombre de buen humor y un ávido observador de cuantas maravillas encierran la naturaleza y el arte. Y claro, un epicúreo, y más si es clérigo, en una España dominada por inquisidores y neoestoicos, tenía que resultar escandaloso. Las censuras de que fue objeto la primera edición de sus poemas, pocos meses tras su muerte, se ensañaron con ellos, retorciendo los pasajes más inocentes, y no cejaron hasta que la edición fue recogida. Parte de esa antipatía de origen ideológico alcanza a Menéndez Pelayo.
Pero la fama de Góngora y la afición que le mostraban intelectuales y poderosos –como el propio Conde-Duque– pudieron remontar el obstáculo y dar vía libre a su difusión a partir de 1633, en ediciones unas veces descuidadas, otras minuciosamente comentadas. Don Luis, con todo, impulsado por la corte de sus admiradores, había tomado sus precauciones, gracias a las cuales hoy podemos decir que su obra nos ha llegado en forma tan satisfactoria o más que si él mismo la hubiera editado. En efecto, Góngora, en medio de esa «hambre heroica» a que alude otro poema de David Huerta, y de la que hay constancia sobrada en el epistolario, fue capaz de revisar toda su obra –tras adquirir el cartapacio que la contenía, nótese bien– y legarla bien depurada y anotada a la posteridad. Y lo más inusitado de tal labor es algo que merece glosa: de todos los poetas de su tiempo, Góngora es el único que ha intuido la importancia de la cronología en la creación poética. Al corregir e ilustrar, con su amigo don Antonio Chacón, señor de Polvoranca, el célebre manuscrito que conserva su obra, fue poniendo con extremo cuidado fecha, epígrafe y a veces circunstancias de sus poemas, y tal información constituye un tesoro inestimable. Hoy nada nos parece más natural que el hecho de suministrar, un escritor, los datos pertinentes para facilitar la tarea de los lectores y eruditos; no falta alguno que ha preparado en vida su propia edición crítica, o puntualiza, casi pecando de exhibicionismo, los lugares y hoteles donde escribió la primera y la última línea de una obra. En tiempo de Góngora nadie lo hacía. Los epígrafes y las notas sí figuran en ciertas ediciones; las fechas de composición, nunca, a menos que se deduzcan de otras incluidas en los paratextos. Notas y epígrafes suelen referirse a personajes y hechos externos. Las fechas, no: son un cordón umbilical que une los poemas a su autor, trazando lo que Cernuda había de llamar el historial de un libro, un cuadro completo de la relación que el poeta mantuvo, a lo largo de su vida, con su oficio y con cada una de sus criaturas: no es lo mismo escribir un poema cuando se vive como un canónigo, o racionero, que tal era Góngora en Córdoba, que acosado por las deudas en Madrid; no es la misma la idiosincrasia de un joven que la un viejo; ni tampoco la estética de un principiante que la de quien ya ha compuesto las Soledades. Pero ese cuadro, como un rompecabezas, tiene dispersos u ocultos sus elementos en la clasificación genérica y sólo se recompone cuando se ordenan los poemas según su cronología.6  Lo que entonces se descubre es una lectura fascinante, casi novelesca, imposible en ningún otro clásico: asistimos en 1580 a las primicias del poeta, pedantuelo en la canción a Los Lusíadas, malicioso en «Hermana Marica» o en las letrillas juveniles; lo seguimos en sus lecturas de petrarquistas italianos, a los que imita e intenta superar sin creer mucho en sus doctrinas, aunque se abstiene de escribir sonetos en sus dos primeros años productivos; disfrutamos sus devaneos burlescos en los romances «Diez años vivió Belerma» y «En la pedregosa orilla», donde no sólo pone en solfa el mundo carolingio del viejo romancero, sino también el pastoril mucho más reciente; vemos brotar los primeros romances moriscos y de cautivos, le escuchamos expresar su amor y nostalgia por Córdoba en un soneto escrito durante un viaje a Granada, ciudad con la que intenta cumplir en otro poema; nos divierte su parodia de un romance acaso de Lope de Vega, que con 23 años, uno menos que Góngora, ya se perfilaba como su rival; disculpamos que la pluma de un clérigo provinciano se ponga al servicio de un poderoso, como el obispo de Córdoba. También percibimos la temprana inquietud estética del poeta, que en 1586 hace una extraña experiencia alternando en serio y en broma las coplas de un romance pseudomorisco, lo que acabará por cuajar en un         inusitado sincretismo mucho después; le escuchamos reírse de sí en dos o tres romances autobiográficos, o chancearse, en varios sonetos, de la flamante corte madrileña, que visita por vez primera. De pronto, una canción seria compuesta a la Armada Invencible nos recuerda que con ciertas cosas y ciertos monarcas no se admiten bromas, y que al currículum de un poeta siempre le viene bien mostrarse patriota cuando la ocasión lo requiere; un tono similar observamos en el soneto dedicado al Escorial. El mismo año aparece toda una revolución: un poema de irrisión mitológica, que por ahora queda incompleto. Al propio tiempo brotan las letrillas epicúreas: «Ándeme yo caliente / y ríase la gente», «Buena orina y buen color, / y tres higas al doctor», las irreverencias hacia Toledo, la primera jácara de nuestra lengua, los textos ya marcadamente antipetrarquistas, un soneto magistral a don Cristóbal de Moura, ministro predilecto de Felipe II en sus últimos años, y un romance notable por su novedad, «Murmuraban los rocines», cuyos ecos llegarán a los preliminares del Quijote. Sigue así la musa traviesa de don Luis, entre burlas y veras, diversiones –un romance, una décima y un soneto presentan al poeta jugando al naipe– y obligaciones. En 1600 surge uno de los pocos poemas claramente religiosos, compuesto por compromiso, luego un muy manierista soneto cuadrilingüe, una especie de gaceta palaciega en décimas, otras letrillas picariles, una de ellas anticlerical: estamos ante lo que Robert Jammes denominó «el poeta rebelde». Góngora no deja descansar a la musa: en 1602 escribe un romance magistral de asunto ariostesco, el de Angélica y Medoro. La corte está en Valladolid, y allá va el poeta, a sufrir chinches y hedores de que dan cuenta varios sonetos y una letrilla celebérrima: «¿Qué lleva el señor Esgueva?» También dejan huella en su poesía los viajes a Cuenca y Ayamonte. Llega la jornada de Larache, tan poco gloriosa, y Góngora no puede evitar la chacota, aunque un segundo intento le inspirará una canción de lenguaje sorprendente. Discretea en décimas con varias monjas amigas o familiares y hace recuento de las incomodidades sufridas en su viaje a Galicia. Si la muerte de su sobrino carece de correlato poético, el dolor por no haber conseguido justicia se muestra en los tercetos de 1609, «Mal haya el que en señores idolatra», donde el poeta, harto de Madrid y de sus covachuelas, recuerda la sátira de Juvenal para anhelar la mula que ha de llevarlo a Córdoba. Allí compone una serie de villancicos que rebosan mucha más gracia que devoción. El mismo año prueba la mano con la espléndida comedia que recordamos antes (Las firmezas de Isabela) y un extenso romance destinado a completar el inacabado de irrisión mitológica: sus víctimas son Hero y Leandro. Muere la reina doña Margarita de Austria: hay que llorarla, pero también hay que reírse de Écija, Baeza y Jaén, porque sus túmulos no están a la altura de las circunstancias. Nuevo viaje a Granada, con vejamen de un doctorando e irrisión de una moza casquivana. Góngora, liberado de la asistencia al coro y seguro de su arte, se retira a su Huerta de don Marco y escribe el Polifemo en 1612, al que seguirán las Soledades entre 1613 y 1614. La revolución está hecha, y la polémica, servida: a ella responden décimas y sonetos. La lengua poética ha alcanzado su clímax; ahora sí que solo cabe descender. Pero difícilmente se considerarán descenso romances como los dedicados a la beatificación de santa Teresa, o al hidalgo pobretón que se dispone a acompañar la corte en su viaje a Behovia con motivo de las bodas reales, para no hablar de los sonetos que ponen en solfa la toma de la Mamora. Tampoco la nueva tanda de villancicos, de 1615, desmerecen de los anteriores. Llega 1617 y el poeta decide instalarse en Madrid, como capellán de honor de Felipe III, a lo que lo inclinan buenos amigos. Pulsa el instrumento épico y entona el Panegírico al Duque de Lerma, que no acaba de gustar al autor ni al dedicatario, por lo que queda incompleto. Y entonces brota el último prodigio de gran aliento: la Fábula de Píramo y Tisbe, de 1618, donde lo serio y lo burlesco, lo lírico y lo épico, lo popular y lo culto se funden de modo inextricable. Góngora pasa malos años, con aprietos y miserias omnipresentes en su epistolario, desde ahora trasfondo cortesano y doméstico de los poemas, que se ralentizan, se hacen más de circunstancias, aunque la maestría perdura: «En la fuerza de Almería» y «Guarda corderos, zagala» son aún de las creaciones más delicadas del romancero nuevo. Felipe III regresa de Portugal, y se preparan fiestas en la Plaza Mayor, a las que Góngora concurre con un romance jocoso. Al año siguiente, hace méritos con varios poemas áulicos a la consumación del matrimonio entre el príncipe e Isabel de Borbón. Entre 1621 y 1622 mueren sus amigos y protectores, a quienes llora en sentidos sonetos: el propio monarca primero, luego don Rodrigo Calderón, los condes de Lemos y Villamediana. Felipe IV y el nuevo valido son una esperanza, pero los apuros arrecian, y los poemas se van haciendo melancólicos: uno de ellos es la letrilla «Aprended, Flores, en mí», cuyo primer verso juega con el nombre de su amigo el marqués de Flores de Ávila, uno de los próceres más mencionados en el epistolario. De repente, brota la última llamarada del genio: los sonetos «En este occidental, en este, oh Licio» y «Menos solicitó veloz saeta», de 1623, junto con otros entre guasones y sombríos que recuerdan a Olivares sus incumplidas promesas. Vienen después unas cuantas poesías cortesanas y algunas sátiras, escritas ya con desgana. El resto es silencio. Gracias al orden cronológico hemos pasado, sin darnos cuenta, de lectores de la obra a espectadores de la película con la vida y la evolución estilística de uno de nuestros mayores poetas.

UNA CONSIDERACIÓN DE importancia, para terminar. Góngora renueva tan a fondo el lenguaje literario de su tiempo que se le ha culpado de impedir el desarrollo de la novela creada por Cervantes. Si fuere cierto, habría que reconocer en ello, más que una culpa, un mérito por su parte, y también por parte de su recepción. Los lectores de Góngora se dejaron subyugar por aquel lenguaje insólito, lo imitaron, lo exportaron y lo adaptaron a lo que era posible, es decir, a cualquier género excepto precisamente la novela de corte moderno: la épica, la lírica, el drama, la oratoria sagrada. Góngora y el gongorismo penetran así en todas partes, hasta en los rivales más acérrimos, y llegan a los últimos confines del mundo hispano, lógicamente con distinta fortuna. Lo que no era posible era superar aquel estadio, partir de él para subir más arriba. Y sucedió lo que se sabe: tras la pleamar vino la resaca. Primero en forma de epígonos, luego en forma de detractores, que son los responsables del desierto poético en que quedó sumida la literatura española durante los siglos XVIII y XIX, los mismos que duró el purgatorio de Góngora.   



                                                                                                                Antonio Carreira
                 

lunes, 14 de mayo de 2012

POESÍA EN EL NÚMERO 2 DE LA REVISTA JIZO DE HUMANIDADES



Presentamos los poemas que se publicaron en el número 2 de la Revista Jizo de Humanidades, siguiendo el criterio de la anterior entrada, en de la sección dedicada a la poesía, en la que poníamos énfasis sobre resaltar las colaboraciones poéticas de cada número para su mejor contemplación y deleite de todos los interesados. Ofrecemos pues, la poesía de este número acompañada de alguna de las aportaciones artísticas del número, entre las que se cuentan con las de Miguel Rodríguez Acosta, quien confeccionó el diseño de la portada de este número y dejó otro motivo para el interior del número.


Portada de Miguel Rodríguez Acosta


 POESÍA EN EL NÚMERO 2 DE 
LA REVISTA JIZO DE HUMANIDADES


Dibujo de Miguel Rodríguez Acosta



A DON VALENTÍN RUIZ-AZNAR



–In memoriam–

Como preciado aroma
que en pomo mínimo se guarda, y luego
crecido el tiempo ábrese y se expande,
perfuma y siempre queda,
tú te nos diste en gracia, y derramaste
consagración armónica
–Orfeo junto al Dauro–.
Ahora, en nuestra noche,
nos donan dulcedumbre
tus manes de belleza,
tus músicas de gozo,
cuando sombras nos crecen
olvidadas de tono, ritmo, canto.


(De «El vino de las horas»)
Rosaura Álvarez




PASEO DEL VIOLON




A Antonio Callejas y Marite Vivaldi

I

Los violetas y azules de la sierra te enmarcan, ciudad sola, por
donde deambulo, como en una acuarela que se disolviese junto a las
brasas del atardecer. Miro tu tierra roja que una vez fue la mía,
cómo sus torres se encaraman sobre el horizonte, despidiendo a un
otoño que no termina de morir. Una memoria ajena nos cobija, hecha de
pitas y arrayanes, trazos de un devenir borroso que ya no reconoce mi
incredulidad.

II

Difícil evitar las tentativas de la luz por alumbrarnos como si la
muerte en que la luz consiste no estuviese ya aquí. El camino es
oscuro y se bifurca. No acierto a ver el rostro de ese fantasma que
se aleja, con paso lento y sin mirar atrás. La sola certidumbre es
este pálpito. ¿Tu infancia? No, tu infancia es un lugar que no
comparto. Sé que la fuga es ilusoria, pero cómo no comprender ese
lenguaje tuyo, que me dice, libres al fin de toda servidumbre, con
la sola palabra que nos funda, amor.


Jenaro Talens



TRES VARIACIONES
PARA ROSAURA ÁLVAREZ




1ª Variación ante tu «Suelo de mi cielo»


Cruzarme por el aire de un jilguero
aventurando lúcidos ponientes,
cuando la alberca tornasola ausentes
las celosías del afán viajero...
Seducirme el aroma mensajero
de otro Carmen: crecidos y valientes
cipreses tras las tapias confidentes,
donde el silencio colma su venero...
Este cielo en clamor habrá de darme
con luz serena su caudal lejano,
y por sus atanores desvelarme
sabiduría de fecundo arcano:
acoplo de temblor al confïarme
Edén a mi medida –por lo humano–.


2ª Variación ante «Resurrección»


En mi carne sin tiempo tacto, fuego
–tersa la claridad de los perfiles–
acrisolan su cáliz: añafiles
claman desde las torres a mi ruego.
Héspero alienta aroma con espliego,
mas tus labios acallan los abriles
de rauda primavera: ¡qué sutiles
los laureles alerta sin sosiego!
Aquí el instante, río del olvido,
allí la mar que espumas eterniza
y en soledad el cuerpo en luz transido.
¡Mi sangre, tu materia, el aire briza
tras los claros anhelos del sentido,
si un sueño fue, invidencia, la ceniza!

3ª Variación ante «El otro yo»


Sumirme y no saber. Sentir fluencia
de la luz, del azar aconteciendo
auroras por las cimas y tendiendo
la llamarada de la inteligencia.
Asir de las mimosas la cadencia
tierna que colman en tropel luciendo:
¡qué sensual y lánguida latiendo
la seducción del aire, su vivencia!
Aspirar, existir transverberando
el acorde sin tiempo, mientras miras
y quedas y no sabes cómo y cuándo
las huellas de las cosas que tú admiras
proclamarán el límite: vibrando
su plenitud la rosa en que suspiras.

Narzeo Antino




LA INTIMIDAD. MÚSICA. LUZ TENUE. TU RECUERDO



La intimidad. música. Luz tenue. Tu recuerdo.
El mar viaja en la noche hasta mi cuarto sin ruido.
Alguien toca el piano sobre mi alma tranquila.
El libro que me ama se ha quedado dormido.
Agosto, ya moreno, ha hecho las maletas
tan desconsiderado que ni se ha despedido.
Pero las noches, abiertas, son mías. En ellas
cuento mi amor como cuento las gotas de un río.
¡Qué poca soledad! La noche sola me toca
la piel, y este papel, esta pluma, mi gemido
de paz en el silencio de este cuarto tan lleno
de mar, intimidad, noche sola de amor encendido.



AMANECERÁ ESTA NOCHE SI LLEGAS




Amanecerá esta noche si llegas.
La noche, amor, en día florecida
si tu llegas.
Tendrá que amanecer de las estrellas,
del agua, amor, del suelo, de tus ojos,
donde sea.
Será la noche un sueño que se sueña
despierta. Será tu alma luminosa
y abierta.
Será mi despertar cuando tu vengas,
saldré por fin del sueño de tu ausencia,
si tu llegas.

Amaya Blanco García




CAMINA, ENTRE LA MULTITUD




Camina, entre la multitud ,
carmín zigzagueante en las esquinas,
sacudiéndose estrellas afiladas
en los ojos ceniza del asfalto.
Coronas infinitas de cuchillos
permanecen suspensas en equilibrio inverso.
El cielo se desangra de tardíos azules
donde fluyen los ríos de sombras derramadas
que arrastran huecos, falsas
pestañas, limos negros y miradas oblicuas,
y no distinguen ya sus pasos sinuosos,
su destello rojizo, leve y último.
Rompe el agua en los muros y los alt os pilares
de luz extinta, encandilado ojo
del mar araña el párpado desde la lejanía,
la lágrima amarilla precipitándose mejilla abajo,

y estalla el esqueleto de los barcos
la llama de las telas, su reflejo
en el rostro de piedra cuyas cuencas vacías
descubren su ceguera de horizonte,
y se ilumina el lienzo,
la serpiente enroscada, el mar,
su piel de alga.


Nieves Chillón










Foto de Francisco Acuyo