Del número dos de la Revista Jizo de Humanidades, de entre los varios excelentes trabajos de crítica e investigación filológica y literaria, destaca sin lugar a dudas este intitulado: Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, del insigne filólogo e hispanista Antonio Carreira. Sus estudios sobre poetas y escritores españoles son de ineludible referencia, y las ediciones y trabajos sobre el genial poeta cordobés son ya eco que resonará para la posteridad de forma totalmente inevitable. La devoción a tan erudita y meritoria labor por parte de quien suscribe esta brevísima introducción a este trabajo proviene (no sólo del privilegio de gozar de su amistad y preclaro magisterio), sobre todo por haber sido en innumerables ocasiones muy sabiamente conducido en la comprensión y lectura del gran D. Luis de Góngora (así en Las obras completas de Góngora, en dos espléndidos tomos en la Biblioteca Castro, la extraordinaria edición de los Romances, en Quaderns Crema, o la imprescindible Antología editada en Crítica, y qué decir de sus Gongoremas, editados en Península, libros de los que aportamos las correspondientes portadas) –entre otros diversos y completísimos y avisados estudios de necesaria referencia, véase también su edición de la poesía completa de otro de los grandes de la poesía en nuestra lengua: Vicente Aleixandre-, por lo que me siento profundo y seguro deudor de tan privilegiada instrucción, sin contar los siempre acertados consejos en relación con mis propios y modestísimos aportes literarios (poéticos, sobre todo, que en ocasiones tuvo a bien supervisar y corregir en la edición de algún poemario mío) y filológicos y científicos, con los que aprendí a ser riguroso y atento a las más finas sutilezas de nuestra amada lengua, siguiendo la estela de aquellos otros que marcaron en mi humilde personalidad intelectual y creativa huella indeleble (Dámaso Alonso y José Manuel Blecua, primordialmente).
Así pues, junto a la publicación digital de la revista Jizo de Humanidades –adjuntamos al final de la entrada el enlace al lugar donde se ha reproducido este mismo texto-, sirva además esta entrada en el blog de la revista Jizo de Humanidades, como personal homenaje a la docta, ilustrada e imprescindible influencia de Antonio Carreira para el ámbito todo de la más excelsa producción filológica y crítica en los últimos años de lo más granado de la producción de nuestras gloriosas letras.
ALGUNAS APORTACIONES DE
GÓNGORA A LA LENGUA DE SU TIEMPO
EL POETA MEXICANO DAVID Huerta, a quien la vena lírica le llega por vía genética, en su poema «Otro ejército» presenta a Garcilaso de la Vega en trance de escribir su «Oda a la Flor de Gnido». El texto, que en realidad es un metapoema, termina con estos versos:
...Vio
su propia muerte en el asalto y vio
el otro ejército, los poetas
que seguirán su huella, el brillo
de la prosodia castellana –y se distrajo
con su propia sonrisa,
mientras la tarde mediterránea
se disolvía con ardiente dulzura.1
El poeta moderno ha sabido intuir lo esencial: el brillo de la prosodia castellana, transformada felizmente para siempre por obra del finísimo oído de Garcilaso. Decía Antonio Machado que hacía falta estar sordo para no distinguir los versos de Lope de los de Calderón. Lo mismo se podría decir de los de Garcilaso respecto a los de Boscán o Diego de Mendoza. Nada tiene de extraño que Góngora, medio siglo más tarde, sintiera tal devoción por el toledano, a quien recuerda en verso y prosa con frecuencia: una admiración similar a la que grandes compositores del siglo XIX sintieron por Mozart, como si todo hubiera empezado con aquella música elegante, de tono menor, hecha de recursos casi ocultos de tan sutiles.
Entre Garcilaso y Góngora hubo grandes poetas, que adoptaron esa estrofa precisamente estrenada por el primero en la Oda a la Flor de Gnido: fray Luis de León, san Juan de la Cruz han sabido captar y encerrar en ella la música de las esferas. Resulta curioso que Góngora nunca la haya tentado, como si sintiera por la lira un respeto religioso; ni siquiera su derivada, la lira de a seis. Góngora, desde el punto de vista métrico, casi parece un poeta conservador: romances letrillas, décimas, octavas, sonetos, canciones, silvas, pocos tercetos y algunas redondillas. Ni liras ni ovillejos ni sextinas ni tampoco esos versos blancos o de rima interna asimismo probados por Garcilaso. Es decir, nada cuyo artificio salte a la vista. La música de lo que pasa en Góngora va por dentro: solo salta al oído. Robert Jammes, máximo gongorista vivo, ha estudiado con pormenor la novedad de la silva en las Soledades: la más extensa que nunca se había visto y a la que se debe el cambio de sentido del término, que de designar algo familiar y variopinto pasó a significar la forma métrica más flexible, la más próxima a nuestro verso libre dentro de la ortología clásica, y que tendrá una espléndida floración, tardía e inesperada, a fines del XVII en el Primero Sueño de Sor Juana.
Esos juegos de rimas que pueden distar de dos hasta catorce versos, esas tiradas de heptasílabos o de endecasílabos que quiebran su regularidad para poner de relieve una imagen, que se pliegan y adaptan sin esfuerzo a los revuelos de las aves, por ejemplo, en el episodio de cetrería de la Segunda Soledad, o que de pronto se someten a disciplina estricta en el canto amebeo de los pescadores o en el métrico llanto del peregrino en el mismo poema, son, efectivamente, un prodigio de musicalidad. El oído castellano, habituado al porrazo de la rima previsible e isócrona, no digamos a la matraca acentual del dode-casílabo, primero se sintió desconcertado, ya con la suave música, imperceptible de tan callada, de Garcilaso. Pero al llegar a Góngora los recelos desaparecieron y hasta los más reacios acabaron por dejarse cautivar:
Pasos de un peregrino son, errante,
cuantos me dictó versos dulce musa,
en soledad confusa
perdidos unos, otros inspirados.
SI ESCUCHAMOS ESTOS VERSOS, donde sólo asoman dos rimas, leídos con el tempo debido y sobre un fondo de silencio, resultan sobrecogedores; lo que señala ese aparente sintagma del primero: un peregrino son. Constituyen, según es sabido, el tema de introducción a una sinfonía inacabada que, como la de Schubert, iba a constar de cuatro movimientos y solo alcanzó a tener dos: las Soledades.2 El símil no es caprichoso: una sinfonía –cualquier forma sonata– brota de la contraposición y el desarrollo de unos temas. Y de la calidad de los temas depende, en gran medida, la calidad de la obra misma. Lo que encontramos en esos cuatro versos, también metapoéticos, es un descoyuntamiento del lenguaje normal por obra del hipérbaton: entre peregrino y errante se incrusta el verbo son. Entre cuantos y versos se interpone el sintagma me dictó, cuyo sujeto va pospuesto. Mientras que el cuarto (perdidos unos, otros inspirados), con su simetría bimembre y su quiasmo sintáctico, especular, adquiere la condición de cadencia, de acorde perfecto en el que el espíritu descansa, toma un respiro, antes de continuar.
Estamos hablando de sonidos; sólo una sinalefa en el primer verso: de un. Incluso un acento antirrítmico en el segundo: dictó versos. Pero el oído que capta la poesía no sólo percibe sonidos sino también sentidos, pese a las violencias sintácticas: esa ecuación pasos igual a versos se convierte en Leitmotiv, puesto que, en efecto, los pasos del peregrino suscitan los versos que los relatan, si no es que los versos suscitan los pasos, tal es la ligazón de la melodía y de la armonía dictadas por la musa: los versos son inspirados, y los pasos, perdidos. ¿Dónde? Precisamente en una confusa soledad, en el seno mismo del poema así titulado, con término trisémico: la soledad del despoblado, la del ámbito rural opuesto al urbano y también la nostalgia. Una nostalgia que, si comienza siendo lamento por un amor imposible, pronto se convertirá en añoranza de un mundo hermoso y feliz, insospechado en plena edad del hierro.3
GÓNGORA USA LAS PALABRAS como un compositor las notas: con entera libertad, dentro del sistema de leyes que él mismo establece. Hay músicos que apenas modulan: Schubert, Mahler, por ejemplo, prefieren contraponer tonalidades ahorrando esos ritos de paso que llevan de una a otra. Actúan, pues, con una libertad censurable según los cánones, no según los resultados. Góngora insufla a la lengua literaria de su tiempo esa aura de libertad que, en el fondo, no es sino añoranza de la sintaxis latina, aunque sea a expensas de una mayor dificultad en el seguimiento, similar a la producida por la ausencia de modulación. Que era bien consciente de su propósito lo revela una carta de 1613 en la que defiende a las Soledades del reproche de ininteligibilidad:
...Siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua, a costa de mi trabajo, haya llegado a la perfección y alteza de la la-tina.
Ahí el poeta deja claro lo que algunos obstinados no querían entender.
Todos los poetas posteriores a Garcilaso, y algunos anteriores como Mena, hicieron frecuentes referencias al mundo clásico, pagano y cristiano, y con él a su lengua fundamental. Era lo esperable, dada la atmósfera renacentista. Mena incluso llegó a poner en circulación términos que eran puro latín, muchos de ellos ni siquiera necesarios, e intentó asimismo conectar los nuevos y los viejos a distancia por sus afinidades morfológicas: «a la moderna volviéndome rueda» (Lab., 92). Pero dejando aparte su contenido, lo primero que choca en este verso, situado entre dodecasílabos, es que cojea, porque le falta una sílaba. Los versos, como las frases musicales, no suenan nunca aislados, sino enlazados con los contiguos. Su musicalidad, en suma, es el resultado de una dialéctica. En Góngora no existe jamás el verso renqueante, cacofónico o mal acentuado, ni el hipérbaton arbitrario: la extrañeza producida por la dislocación sintáctica se compensa siempre con la eufonía. Dámaso Alonso, que ha estudiado los recursos de su lengua, ha mostrado que es siempre la sintaxis la que debe ceder, ponerse al servicio de la expresión:
Esa montaña que precipitante
ha tantos siglos que se viene abajo
inicia una célebre descripción de Toledo tomada de Las firmezas de Isabela, comedia de Góngora que, según Gracián, valió por mil. Es claro que el poeta ha necesitado forjar, o rescatar, la palabra precipitante, un crudo participio de presente latino, para darnos esa impresión de seísmo, a la vez inminente y congelado. El lector normal no lo siente como invención gratuita sino hecha a la medida: la palabra es insustituible, tanto, que no vuelve a asomar en toda la obra del poeta.
HEMOS REPASADO, AUNQUE por encima, dos elementos constitutivos del lenguaje gongorino: el hipérbaton (con su hermana menor, la anástrofe) y el neologismo, que se combinan para conferir libertad y musicalidad a la lengua algo rígida heredada por Góngora a fines del siglo XVI. Los neologismos puros o de acepción son, a fin de cuentas, como el hipérbaton, recursos viejísimos tomados del latín más rancio. Lo viejo olvidado puede resultar tan desconocido e innovador como lo nuevo por descubrir.
Pero Góngora no se limita a acariciar nuestro oído. Su portentosa imaginación lo lleva a aprovechar y potenciar cuantos recursos le ofrece la retórica para con ellos elaborar conceptos. Su lenguaje, con menos vocabulario que el de Quevedo, es normalmente mucho más eficaz, porque no se deja nunca arrastrar por el torrente o la ebriedad verbal,4 sino que se contiene hasta lograr el término justo en el momento preciso:
A pocos pasos lo admiró no menos
montecillo, las sienes laureado,
traviesos despidiendo moradores
de sus confusos senos,
conejuelos que, el viento consultado,
salieron retozando a pisar flores
(Sol. II, 275-280).
Dejando a un lado el acusativo griego del montecillo «las sienes laureado», ¿a quién se le iba a ocurrir que los conejos –mencionados por su nombre vulgar en diminutivo– pudieran consultar cosa alguna? Y sin embargo el insólito participio, que en su día llamó la atención de Dámaso Alonso, es una joya: nada puede dar mejor idea de ese mohín que hacen conejos y liebres al detenerse para olfatear algún peligro, como si efectivamente consultasen la opinión del viento antes de ir más lejos. Y cuando el anciano pescador explica al peregrino su forma de vida en esa isla con forma de tortuga situada en una ría, le señala así un rebaño de cabras:
Estas –dijo el isleño venerable–
y aquellas, que, pendientes de las rocas,
tres o cuatro desean para ciento
(redil las ondas y pastor el viento),
libres discurren, su nocivo diente
paz hecha con las plantas inviolable
(Sol. II, 308-313).
O DE MENOS AHÍ ES LA PROSOPOPEYA, el que las cabras «deseen» tres o cuatro más para alcanzar el centenar. La maravilla es la cláusula absoluta encerrada en un paréntesis: redil las ondas y pastor el viento. Sólo quien haya visto con qué prontitud obedece un rebaño al silbo de un pastor puede captar la belleza y concisión insuperables de ese verso donde, con una pura frase nominal, se pinta el hato de cabras seguras sobre el islote, al que las olas sirven de redil protector, y el silbo del aire que les hace recogerse. Eso son los conceptos gongorinos: criaturas retóricas de una perfección sobrehumana y elaboradas con aportaciones de todos los frentes: fónico, léxico, sintáctico y retórico.
Sin salir de las Soledades podríamos poner cientos de ejemplos. Veamos otro igualmente rústico –de los que molestaban a Jáuregui por el carácter doméstico del referente–, y que, con los anteriores, demuestra hasta qué punto es falso que Góngora evite mencionar las cosas por su nombre. Antes hemos visto conejos y cabras. Ahora será una gallina con su prole amenazada por un milano:
¡Oh cuántas cometer piraterías
un cosario intentó, y otro, volante!,
uno y otro rapaz, digo, milano,
bien que todas en vano,
contra la infantería que pïante
en su madre se esconde, donde halla
voz que es trompeta, pluma que es muralla
(Sol. II, 959-965).
Difícilmente se encontrará texto donde la humilde gallina clueca aparezca tan ennoblecida: el concepto apunta ya desde la imagen de cosario volante aplicada al milano, que intenta, sin conseguirlo, arrebatar algún polluelo. Hay que recordar que en la España de entonces los piratas eran frecuentes no solo en el mar sino también en las playas. A fin de frustrar sus incursiones se creó el cuerpo de los atajadores o jinetes de costa, que avisaban del peligro con hogueras o trompetas para que la gente de paz se pusiera en salvo tras las murallas y la de guerra acudiese a hacerles frente. En los versos citados la isotopía va creando una alegoría que se perfecciona en la doble metáfora: voz que es trompeta, pluma que es muralla. ¿Por qué se nos antoja magnífico este verso? Porque nos hace escuchar el alarmado cacareo de la gallina, y el apresurado revuelo de los pollos que corren a refugiarse bajo ella, alguno incluso asomando la cabeza entre las plumas. El esquema sintáctico bimembre subraya la seguridad frente a la asechanza. El poeta se refiere a los polluelos como infantería piante, de nuevo con el neologismo imprescindible, y lo que era una simple escena de corral se trans-muta en episodio épico. La realidad no es nunca prosaica: todo depende del lenguaje con que se recrea.5
HEMOS DICHO AÚN MUY pocas cosas esenciales de Góngora, porque un poeta de su talla se presta más al disfrute que al análisis. No obstante, hay un aspecto del hombre y del poeta que se debe destacar: Góngora es un enamorado de la vida, un vividor. Las gallinas, las cabras, los conejos, como los robalos, las aceitunas, el queso, las nueces y el vino, que aparecen en las Soledades, le gustaban, se regodeaba recordando sus formas, colores y sabores. No es que fuese un glotón, pero sí un epicúreo, un hombre de buen humor y un ávido observador de cuantas maravillas encierran la naturaleza y el arte. Y claro, un epicúreo, y más si es clérigo, en una España dominada por inquisidores y neoestoicos, tenía que resultar escandaloso. Las censuras de que fue objeto la primera edición de sus poemas, pocos meses tras su muerte, se ensañaron con ellos, retorciendo los pasajes más inocentes, y no cejaron hasta que la edición fue recogida. Parte de esa antipatía de origen ideológico alcanza a Menéndez Pelayo.
Pero la fama de Góngora y la afición que le mostraban intelectuales y poderosos –como el propio Conde-Duque– pudieron remontar el obstáculo y dar vía libre a su difusión a partir de 1633, en ediciones unas veces descuidadas, otras minuciosamente comentadas. Don Luis, con todo, impulsado por la corte de sus admiradores, había tomado sus precauciones, gracias a las cuales hoy podemos decir que su obra nos ha llegado en forma tan satisfactoria o más que si él mismo la hubiera editado. En efecto, Góngora, en medio de esa «hambre heroica» a que alude otro poema de David Huerta, y de la que hay constancia sobrada en el epistolario, fue capaz de revisar toda su obra –tras adquirir el cartapacio que la contenía, nótese bien– y legarla bien depurada y anotada a la posteridad. Y lo más inusitado de tal labor es algo que merece glosa: de todos los poetas de su tiempo, Góngora es el único que ha intuido la importancia de la cronología en la creación poética. Al corregir e ilustrar, con su amigo don Antonio Chacón, señor de Polvoranca, el célebre manuscrito que conserva su obra, fue poniendo con extremo cuidado fecha, epígrafe y a veces circunstancias de sus poemas, y tal información constituye un tesoro inestimable. Hoy nada nos parece más natural que el hecho de suministrar, un escritor, los datos pertinentes para facilitar la tarea de los lectores y eruditos; no falta alguno que ha preparado en vida su propia edición crítica, o puntualiza, casi pecando de exhibicionismo, los lugares y hoteles donde escribió la primera y la última línea de una obra. En tiempo de Góngora nadie lo hacía. Los epígrafes y las notas sí figuran en ciertas ediciones; las fechas de composición, nunca, a menos que se deduzcan de otras incluidas en los paratextos. Notas y epígrafes suelen referirse a personajes y hechos externos. Las fechas, no: son un cordón umbilical que une los poemas a su autor, trazando lo que Cernuda había de llamar el historial de un libro, un cuadro completo de la relación que el poeta mantuvo, a lo largo de su vida, con su oficio y con cada una de sus criaturas: no es lo mismo escribir un poema cuando se vive como un canónigo, o racionero, que tal era Góngora en Córdoba, que acosado por las deudas en Madrid; no es la misma la idiosincrasia de un joven que la un viejo; ni tampoco la estética de un principiante que la de quien ya ha compuesto las Soledades. Pero ese cuadro, como un rompecabezas, tiene dispersos u ocultos sus elementos en la clasificación genérica y sólo se recompone cuando se ordenan los poemas según su cronología.6 Lo que entonces se descubre es una lectura fascinante, casi novelesca, imposible en ningún otro clásico: asistimos en 1580 a las primicias del poeta, pedantuelo en la canción a Los Lusíadas, malicioso en «Hermana Marica» o en las letrillas juveniles; lo seguimos en sus lecturas de petrarquistas italianos, a los que imita e intenta superar sin creer mucho en sus doctrinas, aunque se abstiene de escribir sonetos en sus dos primeros años productivos; disfrutamos sus devaneos burlescos en los romances «Diez años vivió Belerma» y «En la pedregosa orilla», donde no sólo pone en solfa el mundo carolingio del viejo romancero, sino también el pastoril mucho más reciente; vemos brotar los primeros romances moriscos y de cautivos, le escuchamos expresar su amor y nostalgia por Córdoba en un soneto escrito durante un viaje a Granada, ciudad con la que intenta cumplir en otro poema; nos divierte su parodia de un romance acaso de Lope de Vega, que con 23 años, uno menos que Góngora, ya se perfilaba como su rival; disculpamos que la pluma de un clérigo provinciano se ponga al servicio de un poderoso, como el obispo de Córdoba. También percibimos la temprana inquietud estética del poeta, que en 1586 hace una extraña experiencia alternando en serio y en broma las coplas de un romance pseudomorisco, lo que acabará por cuajar en un inusitado sincretismo mucho después; le escuchamos reírse de sí en dos o tres romances autobiográficos, o chancearse, en varios sonetos, de la flamante corte madrileña, que visita por vez primera. De pronto, una canción seria compuesta a la Armada Invencible nos recuerda que con ciertas cosas y ciertos monarcas no se admiten bromas, y que al currículum de un poeta siempre le viene bien mostrarse patriota cuando la ocasión lo requiere; un tono similar observamos en el soneto dedicado al Escorial. El mismo año aparece toda una revolución: un poema de irrisión mitológica, que por ahora queda incompleto. Al propio tiempo brotan las letrillas epicúreas: «Ándeme yo caliente / y ríase la gente», «Buena orina y buen color, / y tres higas al doctor», las irreverencias hacia Toledo, la primera jácara de nuestra lengua, los textos ya marcadamente antipetrarquistas, un soneto magistral a don Cristóbal de Moura, ministro predilecto de Felipe II en sus últimos años, y un romance notable por su novedad, «Murmuraban los rocines», cuyos ecos llegarán a los preliminares del Quijote. Sigue así la musa traviesa de don Luis, entre burlas y veras, diversiones –un romance, una décima y un soneto presentan al poeta jugando al naipe– y obligaciones. En 1600 surge uno de los pocos poemas claramente religiosos, compuesto por compromiso, luego un muy manierista soneto cuadrilingüe, una especie de gaceta palaciega en décimas, otras letrillas picariles, una de ellas anticlerical: estamos ante lo que Robert Jammes denominó «el poeta rebelde». Góngora no deja descansar a la musa: en 1602 escribe un romance magistral de asunto ariostesco, el de Angélica y Medoro. La corte está en Valladolid, y allá va el poeta, a sufrir chinches y hedores de que dan cuenta varios sonetos y una letrilla celebérrima: «¿Qué lleva el señor Esgueva?» También dejan huella en su poesía los viajes a Cuenca y Ayamonte. Llega la jornada de Larache, tan poco gloriosa, y Góngora no puede evitar la chacota, aunque un segundo intento le inspirará una canción de lenguaje sorprendente. Discretea en décimas con varias monjas amigas o familiares y hace recuento de las incomodidades sufridas en su viaje a Galicia. Si la muerte de su sobrino carece de correlato poético, el dolor por no haber conseguido justicia se muestra en los tercetos de 1609, «Mal haya el que en señores idolatra», donde el poeta, harto de Madrid y de sus covachuelas, recuerda la sátira de Juvenal para anhelar la mula que ha de llevarlo a Córdoba. Allí compone una serie de villancicos que rebosan mucha más gracia que devoción. El mismo año prueba la mano con la espléndida comedia que recordamos antes (Las firmezas de Isabela) y un extenso romance destinado a completar el inacabado de irrisión mitológica: sus víctimas son Hero y Leandro. Muere la reina doña Margarita de Austria: hay que llorarla, pero también hay que reírse de Écija, Baeza y Jaén, porque sus túmulos no están a la altura de las circunstancias. Nuevo viaje a Granada, con vejamen de un doctorando e irrisión de una moza casquivana. Góngora, liberado de la asistencia al coro y seguro de su arte, se retira a su Huerta de don Marco y escribe el Polifemo en 1612, al que seguirán las Soledades entre 1613 y 1614. La revolución está hecha, y la polémica, servida: a ella responden décimas y sonetos. La lengua poética ha alcanzado su clímax; ahora sí que solo cabe descender. Pero difícilmente se considerarán descenso romances como los dedicados a la beatificación de santa Teresa, o al hidalgo pobretón que se dispone a acompañar la corte en su viaje a Behovia con motivo de las bodas reales, para no hablar de los sonetos que ponen en solfa la toma de la Mamora. Tampoco la nueva tanda de villancicos, de 1615, desmerecen de los anteriores. Llega 1617 y el poeta decide instalarse en Madrid, como capellán de honor de Felipe III, a lo que lo inclinan buenos amigos. Pulsa el instrumento épico y entona el Panegírico al Duque de Lerma, que no acaba de gustar al autor ni al dedicatario, por lo que queda incompleto. Y entonces brota el último prodigio de gran aliento: la Fábula de Píramo y Tisbe, de 1618, donde lo serio y lo burlesco, lo lírico y lo épico, lo popular y lo culto se funden de modo inextricable. Góngora pasa malos años, con aprietos y miserias omnipresentes en su epistolario, desde ahora trasfondo cortesano y doméstico de los poemas, que se ralentizan, se hacen más de circunstancias, aunque la maestría perdura: «En la fuerza de Almería» y «Guarda corderos, zagala» son aún de las creaciones más delicadas del romancero nuevo. Felipe III regresa de Portugal, y se preparan fiestas en la Plaza Mayor, a las que Góngora concurre con un romance jocoso. Al año siguiente, hace méritos con varios poemas áulicos a la consumación del matrimonio entre el príncipe e Isabel de Borbón. Entre 1621 y 1622 mueren sus amigos y protectores, a quienes llora en sentidos sonetos: el propio monarca primero, luego don Rodrigo Calderón, los condes de Lemos y Villamediana. Felipe IV y el nuevo valido son una esperanza, pero los apuros arrecian, y los poemas se van haciendo melancólicos: uno de ellos es la letrilla «Aprended, Flores, en mí», cuyo primer verso juega con el nombre de su amigo el marqués de Flores de Ávila, uno de los próceres más mencionados en el epistolario. De repente, brota la última llamarada del genio: los sonetos «En este occidental, en este, oh Licio» y «Menos solicitó veloz saeta», de 1623, junto con otros entre guasones y sombríos que recuerdan a Olivares sus incumplidas promesas. Vienen después unas cuantas poesías cortesanas y algunas sátiras, escritas ya con desgana. El resto es silencio. Gracias al orden cronológico hemos pasado, sin darnos cuenta, de lectores de la obra a espectadores de la película con la vida y la evolución estilística de uno de nuestros mayores poetas.
UNA CONSIDERACIÓN DE importancia, para terminar. Góngora renueva tan a fondo el lenguaje literario de su tiempo que se le ha culpado de impedir el desarrollo de la novela creada por Cervantes. Si fuere cierto, habría que reconocer en ello, más que una culpa, un mérito por su parte, y también por parte de su recepción. Los lectores de Góngora se dejaron subyugar por aquel lenguaje insólito, lo imitaron, lo exportaron y lo adaptaron a lo que era posible, es decir, a cualquier género excepto precisamente la novela de corte moderno: la épica, la lírica, el drama, la oratoria sagrada. Góngora y el gongorismo penetran así en todas partes, hasta en los rivales más acérrimos, y llegan a los últimos confines del mundo hispano, lógicamente con distinta fortuna. Lo que no era posible era superar aquel estadio, partir de él para subir más arriba. Y sucedió lo que se sabe: tras la pleamar vino la resaca. Primero en forma de epígonos, luego en forma de detractores, que son los responsables del desierto poético en que quedó sumida la literatura española durante los siglos XVIII y XIX, los mismos que duró el purgatorio de Góngora.
Antonio Carreira
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