Dentro de la iniciativa anunciada por la Revista Jizo de Humanidades de ofrecer digitalizado lo más granado de sus números anteriores (en este caso el número 2.3), ofrecemos el trabajo de la profesora Rosa Navarro Durán (Catedrática de la Universidad Central de Barcelona) -con la que tiene la suerte de contar con su entrañable, avisada e inteligente amistad quien modestamente suscribe estas líneas introductorias -, trabajo espléndido, decía, intitulado: La literatura en la literatura. Convencidos de que esta plataforma digital será una vía ideal para la mejor difusión de los excelentes estudios que fueron publicados en su momento en soporte papel. A la disposición de todos los interesados queda pues, La literatura en la literatura, de Rosa Navarro Durán. Ofrecemos un enlace al blog Ancile, en el que se da también noticia de esta entrada.
LA LITERATURA EN LA LITERATURA,
POR ROSA NAVARRO DURÁN
SI PUDIÉRAMOS SABER QUÉ libros leyó un escritor, podríamos entender elementos de su obra que quedan en una zona de sombras o leer, incluso, de modo diferente otros. El escrutinio de la biblioteca de don Quijote es un documento esencial para las lecturas de Cervantes. Sabemos así con absoluta certeza que leyó el Jardín de flores curiosas, al que considera tan mentiroso como el libro de caballerías Don Olivante de Laura, del mismo autor, Antonio de Torquemada. Lo hace por boca del cura: «…y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso»1 . A partir de la lectura del Jardín, cobran sentido muchos elementos del Persiles o se ve la fuente del pasaje del unto de la bruja del Coloquio de los perros.
Y si se lee cuidadosamente La fuerza de la sangre, una de sus espléndidas Novelas ejemplares, es fácil ver cómo la leyenda que José Zorrilla calificaba como «tradición de Toledo», «A buen juez, mejor testigo», tiene su origen en su lectura. La historia narrada por Cervantes sucede, en efecto, en Toledo; comienza: «Una noche de las calurosas del verano volvían de recrearse del río en Toledo…»2 . La protagonista, violada por un irresponsable joven noble, cogerá de la habitación a donde la lleva su raptor un crucifijo: «En un escritorio, que estaba junto a la ventana, vio un crucifijo pequeño, todo de plata, el cual tomó y se le puso en la manga de la ropa, no por devoción ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo», p. 372. Cuando les cuenta su desgracia a sus padres, quiere que los sacristanes pregonen el hallazgo de la imagen para averiguar quién es su dueño: «dijesen en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del religioso que ellos señalasen, y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la casa y aun la persona de su enemigo», p. 373. Pero su padre sabiamente le advierte del peligro que tiene tal estratagema y le aconseja lo siguiente: «Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella, que pues ella fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia», p. 374.
CUANDO LEOCADIA LE CUENTA a doña Estefanía, la madre del joven que la violó, su historia, saca de su pecho la imagen del crucifijo para probar sus palabras y le dice: «—Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que se me hizo, sé juez de la enmienda que se me debe hacer», p. 380. No hay prodigio alguno porque Cervantes respeta la verosimilitud al narrar; pero la imagen es una prueba más de la verdad de lo que dice, como lo es el extraordinario parecido que guarda el hijo de la muchacha con su padre, el joven calavera. El crucifijo aún tendrá que servir otra vez como prueba de la veracidad de su relato ante el propio violador, que se convertirá al final en su esposo; Leocadia le dice al que el narrador da el nombre de Rodolfo, ocultando el suyo: «Y si esta señal no basta, baste la de una imagen de un crucifijo que nadie os la pudo hurtar sino yo, si es que por la mañana le echastes menos y si es el mismo que tiene mi señora», p. 389.
Este crucifijo le daría la idea a José Zorrilla para que hablara su Cristo de la Vega, para que desclavara la mano jurando la verdad de las palabras de la hermosa Inés de Vargas frente al mentiroso y olvidadizo Diego Martínez. La leyenda procedía de la lectura de la novela de Cervantes; su transformación subraya la intensidad de la atmósfera romántica de «A buen juez, mejor testigo».
Curiosamente una lectura cervantina, la que al comienzo mencionábamos, el Jardín de flores curiosas, de Antonio Torquemada, inspiraría a Zorrilla un pasaje esencial de otra de sus más famosas leyendas, «El capitán Montoya»; nada menos que la contemplación que el galán de monjas hace de su propio entierro.
Cuenta Antonio una misteriosa historia a sus interlocutores: «…y fue que este caballero, siendo muy rico y muy principal, trataba amores con una monja, la cual, para poderse ver con él, le dijo que hiciese unas llaves conformes a las que tenían las puertas de la iglesia, y que ella también haría de manera que por un torno que había para el servicio de la sacristía y otras cosas pudiese salir donde ambos podrían cumplir sus ilícitos y abominables deseos»3 . Así lo hace; como el monasterio está lejos del pueblo, «él se fue en medio de una noche que hacía muy oscura en un caballo». Llegará a la iglesia y verá «que dentro había muy gran claridad y resplandor de hachas y velas encendidas, y que sonaban voces como de personas que estaban cantando y haciendo el oficio de un difunto»; espantado, advierte que son frailes y clérigos los que cantan y que en medio tienen «un túmulo muy alto cubierto de luto», rodeado de velas encendidas, «y de lo que mayor espanto recibió fue de que no conocía a ninguno». Preguntará a un clérigo quién es el difunto, y éste «le respondió que se había muerto un caballero que se llamaba… nombrando el mismo nombre que él tenía, y que le estaban haciendo el entierro»; el caballero se ríe y le dice que se engaña, porque ese caballero está vivo; pero el clérigo le contesta: «Más engañado estáis vos, porque cierto él es muerto y está aquí para sepultarse». Preguntará a otro clérigo, y lo mismo le responderá éste. Asustado, volverá a su casa; pero se verá acompañado hasta ella por dos grandes mastines negros, que le despedazarán en su propio aposento, sin que nadie pueda evitarlo.
¿Hace falta recordar los detalles que reaparecen en El capitán Montoya? Invito al lector a releer la leyenda de Zorrilla para que los encuentre y al mismo tiempo para que goce del relato del vallisoletano. Curiosamente, esa huella de lectura soluciona el problema de la prioridad en la creación del episodio entre Zorrilla y Espronceda, que también hace que su Félix de Montemar contemple su propio entierro en El estudiante de Salamanca4 . Los elementos comunes que unen el relato del Jardín de flores curiosas y la leyenda El capitán Montoya de Zorrilla certifican que en él se inspiró el vallisoletano; José de Espronceda reelaboró el episodio oído de Zorrilla porque su obra no sigue tal fuente. Fue Zorrilla quien lo recreó primero, y dan fe de ello…sus huellas de lectura, la de un curioso libro, que también leyó Miguel de Cervantes.
Rosa Navarro Durán
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